La mañana del 6 de diciembre de 2005 me desperté dos horas antes de la hora en que había puesto la alarma del despertador. Había dormido sólo tres horas, pero la ansiedad me desveló y ya no pude volver a cerrar los ojos. A las ocho y media tenía planeado reunirme con mi familia, íbamos a desayunar juntxs, para después ir al Congreso, caminando las pocas cuadras que separaban el bar donde nos encontraríamos, del recinto.
Era un día muy especial. Ese día, estaba previsto que Luis Abelardo Patti jurara como diputado nacional, pese a que testarudamente habíamos intentado impedir su candidatura, impugnándolo, porque sabíamos que si se convertía en diputado nunca avanzarían las causas contra él, entre las que estaba la acusación por haber asesinado a los padres de amigxs muy queridxs. El problema era que mucha gente le tenía miedo en Escobar, donde parecía reinar, y que asumiera como diputado significaba que se hiciera aún más difícil que quienes sabían de su accionar se atrevieran a declarar en la justicia. Ese día también era importante porque juraba mi mamá como diputada.
Me levanté de la cama porque ya no le encontraba sentido a seguir dando vueltas mientras me imaginaba cómo se daría ese día. Me duché rápidamente y me vestí. La noche anterior había escrito con fibrón negro indeleble en una remera blanca “Patti genocida, H.I.J.O.S.”. Me la puse y arriba, tapándola, agregué un saco de vestir cerrado por tres botones. Era un saco que usaba en las grandes ocasiones y esa lo era por partida doble.
Caminé veinte cuadras hasta el bar, para tratar en vano de calmarme un poco. Llegué demasiado temprano, así que di una vuelta más y después me puse a esperar. Desayuné con mi familia, tratando de disimular los nervios que me empezaban a desbordar a medida que se acercaba la hora. Antes de salir para el Congreso hablé con mi mamá. Le quería contar lo que teníamos planeado, me pareció que debía que saberlo. Ella me sonrió, los ojos oscuros iluminados como cuando se emociona, y me dijo “hija, hagan lo que tengan que hacer”. No me estaba dando permiso –algo que tampoco le había pedido–, me estaba diciendo que de ninguna manera lo que haríamos iba a opacar su día, al contrario. Nos dimos un beso y un abrazo y salimos.
Cuando llegamos al Congreso, unas cien personas protestaban en una de las entradas, justo por la que necesariamente debíamos pasar. Era una manifestación a favor de Patti. La atravesé caminando rígida, con miedo de que alguien me reconociera: había ido muchas veces a Escobar a buscar pruebas para el juicio, había hablado con muchxs testigxs, tratando de que declararan lo que sabían. Llegué a la puerta asombrada de haber podido pasar entre la gente sin ser descubierta. Tenía la nuca transpirada y me di cuenta de que estaba tan tensa que había mantenido los puños apretados y aguantado la respiración durante todos esos metros.
Bien entramos, empezó la jornada. A nosotrxs nos habían dado un palco de los de más abajo, tan cerca que parecía que, si nos estirábamos, podíamos tocar a lxs diputadxs que estaban de ese lado. Así que veíamos todo perfectamente.
Llegó el momento de tratar la suspensión de la jura de Patti. Hablaron varixs diputadxs. Le dieron la palabra a él. En ese momento, miré hacia arriba y vi que Manu y Horacito colgaban una bandera que decía “Patti Genocida” desde los balcones más altos. Se me llenaron los ojos de lágrimas y suspiré. Habían podido entrar también. Me paré instantáneamente, y antes de que Patti empezara a hablar, me saqué el saco y mostré la remera. Me acuerdo de que me temblaban las piernas y me acuerdo de mi hermano al lado, enojado con las cosas que decía el represor. Recuerdo los gritos de mis compañeros desde arriba, que se confundían con los nuestros. También me acuerdo de algunas personas diciendo “Viva Videla” y cómo al escucharlas se me atenazó la garganta de angustia. Me acuerdo de cómo Patti nos amenazó, de cómo nos dijo, clavándonos la mirada, que no había que mirar la historia con un solo ojo y menos el izquierdo porque la historia se podía repetir...
Ese día evitamos que le tomaran juramento, meses después impediríamos que asumiera como diputado y, a los pocos años, lograríamos que lo condenaran a prisión perpetua por haber secuestrado, torturado y asesinado a varios militantes, entre quienes estaban los papás de mis amigxs. Ese 6 de diciembre salimos a la calle y nos abrazamos llorando. Fue un día de mucha tensión, en el que se condensaban casi 30 años de lucha de muchísima gente que antes que nosotrxs había enfrentado corajudamente primero a la dictadura y después a la impunidad más rancia. Varias de esas personas estaban ahí ese día, incluida mi mamá, incluidas las Madres, las Abuelas, Familiares, H.I.J.O.S., el CELS, y muchxs compañerxs. Fue un día de emoción y de alegría, después de que dejamos de sentir nervios por no saber qué pasaría. Fue una de las primeras veces luego de que lográramos agrietar la impunidad con la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que eso de que “lo imposible sólo tarda un poco más”, empezaba a hacerse real. Para nosotrxs fue un verdadero triunfo, de los mejores, que son los triunfos colectivos. Y fue hermoso.
* Abogada especializada en Derechos Humanos e Hija.