“Si queremos que todo siga como está es preciso que todo cambie”
G. T. di Lampedusa
La ley del silencio u “omertá” es una regla que, ya sea por convicción, interés o miedo a represalias, prohíbe denunciar delitos, garantizando la impunidad de los culpables. Omertá suele traducirse como “humilitas”, humildad en latín u “hombría” en español.
Cutrera, uno de los primeros estudiosos de la mafia, confirma que se considera “masculino” a quién se venga personalmente de una ofensa o pide a alguien poderoso que actúe en su nombre y a quién deberá, eternamente, lealtad y sumisión. Por las dudas, se sabe que la ruptura del pacto de silencio equivale a la muerte.
Paul Veyne relata casos similares en su descripción del Imperio Romano, con un Derecho Penal arbitrario y dominado por clanes que preferían la venganza a la ley. Sólo el sometimiento permitía que sobrevivieran los más pobres y débiles. No casualmente, los fascistas acallaron opositores, fantasearon con un nuevo Imperio y se creyeron herederos de la antigua Roma.
Existen antecedentes de comportamientos similares en casi todas las culturas; sin embargo, las actuales organizaciones mafiosas son relativamente modernas. Surgen a mediados del siglo XIX y, desde entonces, crean relatos motivadores para conquistar apoyos.
Las historias mafiosas incluyen leyendas medievales, épicas seductoras y acontecimientos mediáticos de fácil consumo. Por ejemplo, un mito de origen narra la epopeya de tres honorables caballeros españoles, Osso, Mastrosso y Carcagnosso que habrían fundado la Mafia siciliana, la Camorra napolitana y la Ndrangheta calabresa, respectivamente.
Noticias de estas organizaciones se conocen a partir de 1860 pero curiosamente, en 1857, las autoridades borbónicas quemaron los archivos policiales, con los comprometedores datos iniciáticos de sus fundadores. Según John Dickie, los mafiosos reinventan continuamente su origen y ocultan la auténtica historia y sus innegables inicios a fines del siglo XVIII; con la alianza entre la aristocracia terrateniente siciliana y los gabelloti (recolectores de impuestos), que administraban sus propiedades.
En pocos años, a cambio de “cuidar” tierras y saquear campesinos, los funcionarios controlaron el mercado y consolidaron su poder, mediante convenientes matrimonios con la nobleza.
Salvo en relatos como el Gatopardo de Lampeduza, los hechos mutaron a fábulas sentimentales. Desde entonces, Hollywood mediante, obras de ficción, revistas del corazón y cronistas han silenciado o justificado sus aspectos más siniestros; globalizando cierto halo romántico, antiguo y noble, del cual carecen sus miembros.
Otro mito popular, es la versión que Mussolini habría terminado con los mafiosos y estos regresaron a Italia luego de la Segunda Guerra Mundial. Dickie asegura que “Mussolini jamás acabó con la Mafia. Eso fue un mito de la propaganda fascista”. Solo persiguió algunos grupos aislados, pues su único objetivo era otorgar credibilidad a su régimen.
“Es que la Mafia es solo un mito”, insiste este autor y “La Famiglia”, una metáfora digerible de los lazos que unen a los miembros de corporaciones delictivas, en defensa de sus intereses y territorios.
En tiempos globalizados, la ley de silencio continúa vigente y persisten, desde las campañas de prensa para ignorar obvias contradicciones (tales como “La mafia no existe” y “la mafia es buena para la paz social, la ley y el orden”) a los encubrimientos de violaciones a la ley usando técnicas como “evadir preguntas y transmitir alegría”
Así pueden ajustarse a las democracias hasta lograr implantar Estados oligárquicos.
La mezcolanza de mentiras y silencios consolida una ideología que adoctrina a propios, aterroriza ajenos y convence a muchos ciudadanos a considerar a los mafiosos personas honorables, que se defienden con artimañas legítimas de la corrupción y el mal funcionamiento del Estado y, por tanto, idóneos para protegerlos y representarlos.
Los grandes secretos siguen siendo los negocios.
El poder de las mafias depende de las redes de complicidad y encubrimiento que exigen acuerdos y/o amenazas a algunos políticos y jueces; además de un estricto control de los recursos y herramientas de comunicación, con sus dispositivos y redes de espías y voceros, dedicados a filtrar o restar relevancia a cada dato que cuestione el direccionamiento de la opinión pública.
Un tácito reconocimiento de lo que sucedería si la ciudadanía abandonara el “cuento…, lleno de ruido y de furia, que no significa nada” (William Shakespeare) de los medios y escuchara el atronador silencio.
* Antropóloga UNR.