¿Quiénes son esas mujeres? Quiénes esas nenas, quiénes las doñas que comen naranjas bajo una bandera, quiénes las dueñas de las piernas peludas, las de las cabezas rapadas, las que quedan en corpiño y las que muestran las tetas antes de cambiarse de remera. Quiénes las adolescentes de los labios rojos y los pelos amarillos, esas dos de 50 que chapan frente a la Catedral como si fuera a acabarse el mundo, de dónde salieron esxs que se quitaron las tetas o las aprietan para que el cuerpo le hable al espejo en masculino, quienes las que vinieron en tren, las que tomaron el pre metro, las que se pasan la birra de boca en boca y que se abrazan de pronto porque lloran o por qué sí, las que se ríen porque la letra del canto o el ritmo del canto, es deforme. Quiénes son, cómo llegaron sincronizadas si a las cinco en la plaza de Tribunales se veía el pasto y a las cinco y cuarto ya nada quedaba de verde iluminado bajo las zapatillas, los borceguíes y esas plataformas transitadas que se usa en las marchas. Sostienen las friselinas, los palos de las banderas, agitan los tambores, transpiran la pechera de la organización o miran con deseo y distancia la columna en la que querrían estar y no se animan. No es posible contarlas, pero ocupan cuadras y cuadras y cuadras. Las vistas aéreas lo dirán después, los primero planos retratarán los carteles que ya tradición hacer a mano, intervenidos con imágenes pintadas a las apuradas o sobre la piel, soporte privilegiado de las consignas y las advertencias que las pibas tiran contra los agresores porque digan lo que digan los muchachos entre ellos, no les tienen miedo. Nada más numeroso ni más vital que el movimiento que es capaz de tomar las calles por asalto sin preocuparse del después ni de quién va adelante ni tampoco del recorrido que seguirá la marcha. Es una coreografía que se regula: las organizaciones encolumnan y se suceden, una detrás de otra en orden azaroso como una espina vertebral que sostiene al resto, la inmensidad de las que salen porque sienten en el cuerpo y con el cuerpo la necesidad de hacerlo. No pueden quedarse en sus casas, no pueden quedarse con la indignación en las redes, no pueden dejar que pase de largo: tienen que poner un límite. ¿Y quiénes son ellas, atrevidas? ¿Quiénes son como para llamarlas en plural? ¿Cuánto se sostiene el límite que se planta en la calle cuando nadie mira, cuando el deseo aprendido recorta la foto de los muchachos de pelo largo y lengua rápida, los cancheros que saben cómo conseguir merca, el pibe que hace rugir la moto para prometer velocidad o una merienda picante?
La masividad, la velocidad para organizarse, la claridad para expresar, a cualquiera que se le preguntara, por qué se marchaba y por qué se le decía “paro” a esa acción que se trama con fuerzas sindicales pero que es pura prepotencia por suspender por las horas que sean todo lo que no sea cruzar el centro de la ciudad en esa especie de dragón chino que brama y escupe fuego, bronca, dolor; pero también deseo, un enorme deseo de libertad, un deseo que no se enuncia, se vive en el cuerpo.
No alcanza con decir que la convocatoria fue de boca en boca o por las redes, nada de las palabras es suficiente para explicar la salida masiva en tantos lugares del país, al mismo tiempo, conectándose entre sí pero más bien sabiéndose parte de una mátrix donde se comparten sentidos y a la vez de una máquina que se echa andar y tiene efecto de piedra rodando ladera abajo. No es lo que se diga ni cómo se lo diga. Es algo que se siente. Se siente dolor y eso no es pasividad ni lamento, es dolor y está bien sentirlo. Duele porque se sabe de qué se trata. Duele porque hay algo común que atraviesa el cuerpo, el de cada quién y el cuerpo colectivo. Si algo ha conseguido el movimiento feminista es organizar una manera de sentir que estaba dispersa: ese malestar, ese hartazgo, esa frustración, no eran individuales, no eran de inadaptadas, no era porque lesbiana o porque demasiado puta y a tu edad nena con esa ropa, o a su edad señora todavía. Eso que se siente en el cuerpo es un zona común, habitable sólo si es común. Cuando se dice “nos están matando”, no es victimización. Es una memoria compartida de la supervivencia y es parte de la construcción de un plural que hace de esa supervivencia una vida con ganas de ser vividas. Nos están matando y todas somos Lucía. Y sin embargo ahí están todas, vivas. Y aun cuando cumplan con la performance de sentir la temperatura del asfalto para exhibir a la muerte, ahí están, vivas. Con memoria de las muertas, sí, pero vivas. Con memoria de las muertas y con la rabia que empuja para que de una vez por todas, el cuerpo deje de hablar de la amenaza.