“Agua de Tabasco vengo
Y agua de Tabasco voy.
De agua hermosa es mi abolengo 
Y es por eso que aquí estoy, 
dichoso con lo que tengo.” 

Carlos Pellicer

 

Así de sencilla y al alcance de la sensibilidad campesina era la poesía de Carlos Pellicer, uno de los grandes poetas mexicanos cuyo nombre sin embargo ha quedado casi guardado en lo profundo de ese país misterioso hasta para sí mismo y hoy, misterioso para un mundo que parece ir en el sentido contrario. Andrés Manuel López Obrador juró como presidente mexicano pero la ceremonia central, ésa que los medios del mundo reflejaron apenas con sus impactantes imágenes pero sin contenido, fue la que se realizó el domingo pasado en la plaza del Zócalo, cuando Carmen Santiago Alonso, lideresa indígena mentora de la organización Flor y Canto, le entregó el bastón bendecido por las 68 etnias mexicanas y afromexicanas. Ella, Carmen, ejerce desde hace más de una década la defensa del agua en nombre de decenas de comunidades invisibles a las que hasta ahora no representó ningún presidente mexicano. 

La confianza en López Obrador no está basada en sus promesas ni en ninguna plataforma política, sino en el ejemplo que esas comunidades lo vieron encarnar en su natal Tabasco, donde antes de ser gobernador estuvo al frente del Centro Coordinador Indigenista Chontal de Nacajuca.  De Tabasco también era el poeta Pellicer, que tenía ya unos 70 años cuando un joven López Obrador dudaba si largarse o no a la política. Pellicer, según ha dicho el actual presidente muchas veces, resultó su mentor, su impulsor y su inspiración para un tipo de política de la que en México no había registro. AMLO se inició participando de la campaña a senador de Pellicer. Era del PRI, aunque su discípulo después se pasó al PRD, hasta irse para fundar Morena. Lo que lo inspiraba era una política destinada a representar a los que nunca fueron representados. Sus primeros anuncios en relación a la no comercialización de semillas transgénicas y su negativa al fracking van en ese sentido. Lo dice calmo, pero es tarea de titán. 

Carmen Santiago fue elegida para pasarle el bastón de ahuehuete ya purificado por todos los representantes de las comunidades, símbolo de la confianza que los pueblos originarios mexicanos depositan por primera vez en un presidente electo. “Queremos ser tomados y tomadas en cuenta  en los planes que usted tenga durante estos seis años”, le dijo al entregárselo. Carmen Santiago es una voz respetada y reverenciada por el peligro que asumió hace muchos años, cuando decidió ser la articuladora de las comunidades de Oaxaca en la defensa del agua que les estaba siendo restringida sin explicación ni pudor gubernamental. A lo largo de esos años fueron asesinados en el país más de doscientos líderes indígenas que luchaban a favor de los recursos naturales que estaban siendo expoliados. Carmen Santiago tiene enemigos de sobra, como las mineras y las autoridades federales a sueldo de las empresas extractivas. Tomar ese lugar, como ahora lo hace AMLO, es tener conciencia de que se pone la vida en juego.

Gracias al impulso de la organización que dirige Carmen Santiago, Flor y Canto, hace ya doce años surgió la Coordinadora de Pueblos Unidos por la Defensa del Agua (Copuda). Su centro es el Valle de Oaxaca, que por entonces comenzó a enfrentar de lleno el enorme problema de la escasez y la contaminación del agua. Para ese campesinado pobre la falta de acceso al agua determinaba su extinción, y hacía décadas que el Estado mexicano intentaba bloquearlo. Era una pena de muerte. En 1967, por ejemplo, hubo un Decreto de Veda: sin previo aviso, el gobierno les puso una cuota antojadiza de agua utilizable. El abuso se penalizaba. Las embotelladoras y las mineras no tenían ninguna cuota. Así era México. Así es todavía hoy, cuando ha pegado la vuelta después de 36 años de un sistema cultural y político que no reconocía el derecho a la vida de la enorme mayoría de la población. 

Pero todos los comuneros del Valle de Ocotlán se articularon, instandos por Flor y Canto. Los campesinos indígenas se ampararon en la ley antidiscriminatoria. El agua es un derecho humano. Ningún gobierno ha hecho nada para aumentar la cantidad de agua. Solo se han encargado de administrarla a favor del capital. Las comunidades piden derecho al trabajo, piden derecho a la alimentación, ya que fueron desapareciendo muchos productos ancestrales. Piden derecho a la salud, derecho a la consulta previa, en fin, derecho a la vida. 

A raíz de esta problemática, pobladores de doce comunidades del Valle de Ocotlán se organizaron hace más de una década, promovidos por el Centro de Derechos Indígenas Flor y Canto. El objetivo era cuidar y defender el agua a través de acciones articuladas que dieran mantenimiento a los mantos freáticos, para mantener el acceso al agua. Cada comunidad cuenta con un comité local. Luego se juntan en Copuda en tres comisiones: la difusión, el uso y el cuidado del agua, y la educación. Hacen pozos rústicos de absorción, captan el agua en invernaderos, hacen retenes comunitarios y separan la basura. Es la primera organización de este tipo en la región. 

Flor y canto habla de “la casa común”. Toda la organización está acompañada de una fuerte espiritualidad. Los trabajos se hacen de acuerdo con ritos que favorecen la relación con la naturaleza y el cosmos. Tienen ceremonias propias. La impulsora de todo esto es esa mujer, la “guardiana del agua”, que conoce a López Obrador, igual que todos esos comuneros, mucho mejor que cualquier periodista de cualquier gran medio. El ha estado junto a ellos. Ha hecho con ellos los pozos. Se ha embarrado con ellos. No es lo que dice López Obrador en lo que creen los pueblos originarios mexicanos, sino en lo que él ha hecho y en lo que confían que hará.