Hay dos polaridades de musa: la creativa y la que empieza creativa para acabar siendo destructiva y, de nuevo, es creativa al ser retratada por el sobreviviente a su estallido.
Sylvia Bloch (gran nombre para un personaje inventado aunque haya sido una persona real), “anormalmente brillante”, judía errática y errante, y primera y suicida esposa de Leonard Michaels (Nueva York 1933 - Berkeley 2003), pertenecía claramente al último modelo mencionado. Y no fue la única. Hay también chicas feroces y fatales en la literatura de Saul Bellow (Herzog), Bernard Malamud (Las vidas de Dubin) o Philip Roth (en el díptico Mi vida como hombre / Los hechos). Pero, aunque diferentes, su misión es siempre la misma más allá de su gracia o su desgracia y la de quienes, acorralados, las rodean: la de ser contadas como revancha o disculpa.
El Sylvia (1992) y la Sylvia de Michaels –quien conoció una primera versión en Shuffle de 1990 y más tarde sería invocada en los diarios reunidos en Time Out of Mind de 1999– es ambas cosas: la crónica culposa de alguien quien no pudo salvar a alguien de un naufragio en el bohemio Greenwich Village del “extraño delirio” de los años ‘60s (donde había pocos genios y demasiados ingeniosos) y, al mismo tiempo, el testimonio de aquel tan feliz de haberse aferrado al único salvavidas que había disponible.
Y Sylvia es, antes que nada y después de todo, otra muestra acabada del genio de Michael. Definida por él mismo como “memoria ficticia”, trasciende con mucho (tanto técnica como creativamente) a casi toda las maniobras recientes de la tan de moda auto-ficción del yo o lo que sea eso. Lo saben ya aquellos que hayan disfrutado de la edición de sus cuentos completos por Lumen en 2010 (cuando, póstumamente, se intentó y se consiguió parcialmente en EE.UU. volver a poner en circulación a un casi olvidado con obras maestras del género breve como “Chico de ciudad”, “Luna de miel” o “El maniquí” donde, como en Sylvia, se alterna la comedia sexual, el relato de iniciación y la viñeta siniestra) al igual que los fans del hombre incluyendo a firmas del calibre de Susan Sontag, David Lodge, William Styron, David Bezmogis e Ian McEwan.
Y resulta más que apropiado que este pequeño pero profundísimo volumen venga prologado por Alan Pauls. Después de todo el argentino es autor de El pasado (cuyo título de trabajo fue La mujer zombi), novela canónica del síntoma y en la que se proponía la figura de la maniática y persecutoria Sofía como inspiración expirante del sufrido Rímini, quien no puede vivir con ella o sin ella. En su introducción, Pauls comienza advirtiéndonos de que “En Sylvia no hay suspenso. Apenas empieza el relato, como en las tragedias griegas, la suerte está echada, y está echada aun antes de que se arrojen los dados”. Más adelante, Pauls define a Sylvia Bloch como más Bruja que Maga cortazariana y “flapper anacrónica”. Y sí, y claro: en esta Sylvia de Michael late el fantasma de aquella Zelda de Fitzgerald. La loca que no sólo vuelve loco al escritor. También lo revuelve en mejor escritor de lo que jamás habría llegado a ser sin ella a su lado destruyéndolo primero para que recién después, él pueda reconstruirse y contarse y escribirse con las palabras justas.