En Sylvia no hay suspenso. Apenas empieza el relato, como en las tragedias griegas, la suerte está echada, y está echada aun antes de que se arrojen los dados. Prerrogativas de la ficción autobiográfica. Sylvia es la versión estilizada del primer, catastrófico matrimonio de su autor, Leonard Michaels, el hombre que hacia fines de los años ochenta se decide por fin a escribirla, casi treinta años más viejo que el que la vivió, escritor más que reconocido, sabe demasiado bien que el menú con que termina su relato no incluye perdices sino cuarenta y siete pastillas de Seconal. La forma trágica, sin embargo, es una decisión literaria, no un dictado de las circunstancias. El relato de Michaels no descubre, no devela nada que no esté cifrado ya en la sorda combustión de sus primeras páginas, cuando el narrador, convencido de acudir a una cita inofensiva con una amiga de la universidad, tropieza de golpe con el golpe de esa morocha desconocida que acaba de salir de la ducha, o en la eficacia sinóptica de una sola escena, un solo gesto, un solo objeto: el traje de baño del novio italiano de Sylvia, que esta deja colgando del picaporte del lado de afuera de la puerta mientras espera en el sillón, desnuda, que su nueva presa –el incauto narrador– caiga en la trampa. Apenas los dejan solos, antes incluso de intercambiar las primeras palabras, el narrador dice sentir que son “una pareja condenada a una cita sacrificial”.
Como pasa con los grandes relatos, lo importante no es la carnicería sino la morbidez de la carne, el filo, el brillo y la elegancia de los cuchillos y, sobre todo, los matices infinitos que el rojo sangre es capaz de cobrar cuando los ilumina un ojo fotosensible. Todo está escrito desde el comienzo, en Sylvia, de modo que todo puede suceder rápido, muy rápido, como solían suceder las cosas en los buenos viejos tiempos, y sobre todo en la Nueva York que describe Michaels, tan autobiográfica como los hitos cada vez más atroces de su vía crucis sentimental: una ciudad que es pura simultaneidad, suerte de orgía de radicalidad donde el vociferante Lenny Bruce coexiste con las espaldas de Miles Davis, el saxo de Ornette Coleman musicaliza la prédica de Malcom X y el protoescritor que despierta entre cucarachas y ratas –zoo de cristal de los departamentos tugurio donde palpita la bohemia neoyorkina– se pasea una hora más tarde en un Porsche descapotable con Jack Kerouac en el asiento delantero, declamando a voz en cuello las insidias que los críticos escriben sobre él.
Este fragmento pertenece al prólogo que escribió Alan Pauls para la edición de Libros del Asteroide de Sylvia.