La dialéctica del amo y el esclavo, por la cual un ser humano busca imponerse a otro privándolo de su libertad y deseo, es lo que —según grandes filósofos y pensadores— mueve al mundo. Kentukis, el último libro de Samanta Schweblin, se edifica en derredor de esa lógica. Los kentukis son una especie de mascotas tecnológicas (entre peluche articulado y celular) que la gente puede comprar en cualquier casa de electrodomésticos. Vienen en cajas de diseño como las de un iPone y se cargan en una base. Algunos son impermeables y capaces de dar fuego. Vienen en modelo conejo, cuervo, panda, topo o lechuza. Ahora bien, estos “bichos” (como lo llaman a veces sus amos) no son lo que parecen: vienen habitados. Hay otra persona que los opera desde un dispositivo luego de comprar un código, y es quien le va a dar “vida” al muñeco que tiene cámara en sus ojos, puede desplazarse y hasta emitir chillidos. De modo que alguien anónimo para el amo, maneja el kentuki del otro lado del mundo. Si bien se puede elegir entre “ser o tener” un kentuki, nadie puede elegir con quién interactuar. Tanto al comprar el muñeco como al activar el código no se sabe para uno, quién habitará su mascota, y para el otro, en qué casa del planeta va a “despertar” (literal porque abren los ojos y se enciende la cámara). Es un contacto único, no renovable y que permanece vigente mientras el aparato tenga carga. O hasta que uno de los dos decida poner fin a la relación. Así hay dueños que terminan metiéndolos debajo de la ducha, adentro en un balde dado vuelta o incluso hay quienes llegan a enterrarlos “vivos”. Por su parte hay kentukis que se “suicidan” cuando descubren el lugar que les toca, como sucede con el que despierta en un geriátrico y se tira de cabeza en una pileta de natación.
El libro está estructurado en historias que se van intercalando, a veces haciendo foco en algún amo, a veces en los que manejan virtualmente el kentuki. Esto permite seguir a los personajes en geografías disímiles, de Buenos Aires a Hong Kong, de Oaxaca a Lyon. De la nieve al calor tropical y de cumpleaños infantiles a viejos agonizantes. Así tenemos la historia de Alina, que acompaña a su novio a una residencia artística en México y busca un kentuki para no tener que pensar en el deterioro de la pareja. O Enzo, que compra uno por recomendación de la analista de su hijo ante la reciente separación de sus padres, aunque es él quien termina hablándole a la mascota mientras cuida del vivero de su ex mujer. O las historias de los que “son”, como Marvin que vive en Antigua y despierta en una vidriera para atraer clientes, y termina escapando en una especie de resistencia kentuki contra la explotación comercial.
También está Grigor, el haker que aprovecha el vacío legal que aún hay alrededor del uso de los muñecos y vende “conexiones de kentukis pre establecidas”, como las llama en sus avisos clasificados.
El elemento voyeur tiene su peso específico en cada una de estas historias, confrontando al lector con sus prejuicios y planteándole dilemas de orden moral. Porque quien lee, resulta cómplice involuntario de esas vidas voyeurs. ¿Hasta dónde mirar? ¿Qué hacer con lo que se ve? ¿Es válido mirar si de antemano se está inhabilitado para intervenir? Que es lo sucede en el caso de Emilia cuando siendo kentuki observa cómo un hombre le roba a su “ama” mientras ella se ducha. O cuando Grigor (el chico que hace negocio vendiendo conexiones) y su amiga Nikolina encuentran a una chica venezolana secuestrada (una posible víctima de trata) en Brasil. También la incomodidad puede aparecer del otro lado, cuando la condición de mascota hace que —virtualmente—, el kentuki deba rascarle los pies a su amo, dormir en cuchas, usar juguetes para perro y que los lleven en la luneta trasera del auto. ¿Cuál es el límite en el sometimiento al otro? ¿Qué estoy dispuesto a dar a cambio de ser aceptado?
Si bien se ha dicho que Kentukis tiene mucho del universo blackmirroriano, lo cierto es que esa tensión e incomodidad que produce lo ominoso surcando las venas de lo cotidiano, son climas a los que Schweblin tiene acostumbrados a los lectores desde sus comienzos. Basta con traer a la memoria aquel emblemático relato (y que diera nombre al libro) “Pájaros en la boca” donde una adolescente se alimenta de pájaros como si tal cosa. Desde aquél hasta el más reciente Siete casas vacías, Schweblin ha sido traducida a 25 idiomas y consolidada como una de las mejores cuentistas de habla hispana. Su nouvelle Distancia de rescate, fue finalista en 2017 del Man Booker International Prize, ganadora del premio Shirley Jackson de Novela y sus derechos de adaptación cinematográfica ya habrían sido adquiridos por una gran productora norteamericana.
Ahora en Kentukis, Schweblin indaga en el lado oscuro del goce humano y mete al lector en un juego con visos de perversión que atrae y repele en igual dosis. Se quiere más y a la vez eso no está bien. Ficción (sí,claro) pero que podría estar pasando cerca mientras nos preparamos para salir a enfrentar un nuevo día.