En mi casa, cuando era chico, la relación con los géneros y estilos musicales era bastante peculiar. A mi padre le gustaba la ópera y de joven había estudiado algo de canto lírico. Mi hermana hacía danza clásica y cada tanto íbamos al Teatro Municipal para verla bailar. Mis hermanos mayores aportaban las influencias de los años ‘70, no tanto por el lado del rock sino más bien de otra movida muy importante de aquella época: el folklore, sobre todo en sus variantes más experimentales. De tal manera, los sonidos que marcaron mi niñez eran una combinación de Giusseppe Verdi y José Larralde (que era de Huanguelén como mi madre); Tchaikovsky y Los Trovadores o Los Huanca Hua. Ya en plena dictadura, la música clásica avanzó un terreno mental considerable: en LRA 13 Radio Nacional Bahía Blanca a cada rato ponían discos de conciertos que un locutor anunciaba con voz engolada y académica. Más tarde, ya en los ‘80, mi vieja incorporaría otro registro sonoro: el pop más meloso del momento, Richard Clayderman y Jairo. Creo que esta verdadera ensalada sonora sería determinante en mí para la configuración de una escritura despareja que bordea varios géneros literarios al mismo tiempo. 

Sea como sea, en 1983 mi padre y yo nos metimos en el Coro Municipal. Hoy ya es un organismo estable que depende de la provincia y al que se ingresa por concurso, pero en aquel entonces aún no se había profesionalizado. Todo era una fiesta, un placer. Dos veces por semana a la noche nos subíamos mi viejo y yo en el Falcon celeste, íbamos al Teatro donde estaba la sala de ensayo y durante dos horas  nos sumergíamos en otro mundo hecho de partituras, acordes vocales y escenario. 

Creo que fue en 1985. Se montaba la ópera Tosca de Giacomo Puccini. Intensamente fuerte. Intensamente bella. La sala está llena. Se apagan las luces. Silencio. El primer violín tira un La, monótono, perfecto, sobre el cual afina la orquesta. Otro silencio. Entra el director. Aplausos breves. Al levantarse el telón del primer acto, la mente vuela a la Iglesia de Sant’Andrea della Valle en Roma. Ahora es junio del año 1800 y estamos en medio de las guerras napoleónicas. Angelotti, ex cónsul de una frustrada República Romana, huye de la prisión y se refugia en el panteón familiar de la iglesia. Su hermana le dijo que allí encontraría ropas para disfrazarse y huir. Su amigo, el pintor Mario Cavaradossi, está en el templo pintando un cuadro de Santa María Magdalena y lo lleva a su casa de campo para esconderlo hasta que pueda escapar. Se van de la iglesia justo a tiempo. Se corren noticias de que Napoleón fue derrotado en la Batalla de Marengo y los reaccionarios festejan. Al rato viene el barón de Scarpia, jefe de la policía monárquica, para registrar el panteón en busca del prófugo. Es un sujeto temible, autoritario y seductor. Para colmo, llega también la joven actriz y cantante Floria Tosca, buscando a su novio el pintor. Scarpia es un perverso y le tiende una trampa. Le sugiere que Cavaradossi la está engañando con la hermana de Angelotti, cuyo rostro serviría de modelo para el cuadro de la Magdalena que está pintando; le asegura los amantes están en la casa de campo. Tosca va hacia allá, loca de celos. Scarpia se refriega las manos. No sólo quiere atrapar a Angelotti sino acosar a Tosca. 

El final de ese primer acto es tremendo. El templo se prepara para celebrar una Misa en agradecimiento a la derrota de Napoleón. En medio de una música densa, oscura, que hace presagiar lo peor, Scarpia se babosea pensando en Tosca. Entramos recitando “Te Deum laudamus:/ te Dominum confitemur”. Se contrapone dramáticamente la lujuria de Scarpia con la espiritualidad de la iglesia hasta que estallamos en una potente entrada coral cantando “Te aeternum Patrem /omnis terra veneratur”. La orquesta ataca fortísimo. Scarpia se da cuenta por un momento del lugar en que está, se arrodilla y se suma a la oración. Y en ese momento de climax total, vibrante, con el templo que desborda de luz, ornamentos y música, entra por una tarima superior el Cardenal envuelto en un manto rojo, la mitra y una actitud severa, majestuosa. Y por un instante, todos nos inclinamos, la feligresía, Scarpia, la orquesta, el público, la Bahía, los barcos que entraban a la bahía, los peces y la luna al pasar en ese momento sobre el Teatro Municipal. Cae el telón. Aquel Cardenal era... mi propio padre al que habían elegido por ser el más viejo.  

Durante mucho tiempo, casi todos los miembros del coro lo gastaban a mi viejo, lo llamaban Monseñor, se inclinaban y él, cagándose de risa, levantaba la mano en actitud de bendecirlos. Hasta el día de hoy, aquellos fragmentos de Tosca, lo mismo que la “Misa de Gloria” del propio Puccini que cantamos en 1983, forman parte de la música que canto cuando estoy en la ducha, cuando voy de una escuela a otra en bicicleta. Un entramado de calles, melodías, historias entrañables, momentos de felicidad y momentos de bronca en una ciudad donde también festejan los reaccionarios (y bastante seguido). Todo eso junto en esta bahía como en la vida misma.


Mario Ortiz nació en 1965 en Bahía Blanca, donde vive. Trabaja en la Universidad del Sur y en las escuelas que dependen de ella. Todos sus libros llevan el título general Cuadernos de Lengua y Literatura. En alguna forma, puede decirse que son de poesía, aunque también contienen narraciones, fotos, miscelánea y datos de interés general, al menos para los bahienses. Hasta ahora lleva publicados once volúmenes.