Tu adolescencia transcurrió a mediados de los años sesenta, bajo la dictadura de Onganía. ¿Cómo era, en ese entonces, la vida en Buenos Aires para la gente joven?
–Lo más habitual era que te pararan dos canas que ya te estaban mirando mal, te pidieran documentos y, por más que tuvieras la cédula, te llevaran igual por vagancia, por averiguación de antecedentes, aunque no estuvieras ni fumado ni borracho. Después del secundario, íbamos con Emilio del Guercio a la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano, que quedaba en la calle Cerrito, y en la estación Belgrano nos llevaban en cana por tener el pelo largo. Nos perdíamos el día de clase. Lo hacían para verte la cara. A mí me preguntaban si me pintaba los labios, porque en invierno se me ponían colorados por el frío y parecía una mina. Pero no era que me confundieran con una mina, sino que era para humillarme. Nosotros veíamos un Ford Falcon y nos agarraba terror. Era el auto maldito de la Argentina, el primer auto de la cana. Yo lo uno al famoso programa de la televisión de comienzos de los sesenta con que se publicitaba esa marca que era La familia Falcón y que, en realidad, se tendría que haber llamado “La familia Cagar”. Pero no por Elina Colomer y Pedrito Quartucci, sino porque con el tiempo la represión sobre ruedas del Falcon fue creciendo hasta un grado tal que se convirtió en una desgracia argentina de una violencia insoportable. “Algo sagrado: nuestra desgracia.”
¿Con Emilio del Guercio iban a un colegio de curas?
–Sí, al Instituto San Román, incorporado a la Enseñanza Oficial, en Migueletes y Juramento. De por sí era una escuela de curas, una desgracia, imaginate. Instituto San Román, de la Fundación Tognoni. Tognoni tenía una cara de sádico tremenda. Con Emilio, que era mi mejor amigo, queríamos hacer un montón de cosas. Ya estaban Los Beatles y empezamos a formar nuestros primeros conjuntos y al San Román ya no le dimos más bola. Teníamos un código de humor tal, que para ese colegio éramos la piel de Judas. En realidad, había pibes malos en serio y eran todos amigos nuestros. Pero nosotros no éramos del bando de los malos, éramos del bando de los creativos y el colegio nos quedaba re-chiquito. Habíamos hecho una revista, La costra degenerada, y cuando estábamos en sexto año y nos íbamos a recibir, hicimos un escudo especial para fin de año. Esos que se usaban para saber que éramos del último curso. Emilio había dibujado uno ovalado, recontrabién hecho, con un hippie que tenía los lentes con dos corazones. Era como un Harrison, así, con barba y bigote, re-lindo, hecho en Planograf, todo bien psicodélico. Después aparecieron unas carátulas de materias que había hecho yo con Letraset y tintas de colores que me había regalado mi tío Ramiro, de Tucumán. La otra vez las vi en la casa de mis viejos. Recién había aparecido el Letraset, eran como un collage. El último año te lo dejaban libre, para que vos hicieras lo que quisieras. Era increíble que hasta quinto año te obligaran a hacer una carátula con un modelo y no lo pudieras cambiar. Entonces cada uno hacía como podía, en perspectiva, una T de la Fundación Tognoni con una antorcha. Eran productos de un fascismo inconcebible. El director del colegio se llamaba Tristán Baena, un autoflagelado que decía que él se castigaba en verano usando los tiradores debajo de la camisa porque su dolor era una ofrenda a Dios. Era un enfermo que nos preguntaba a los alumnos si nos masturbábamos. Había varios de estos psicóticos sexuales que se escondían bajo el esquema del cristianismo y todo eso.
En 1967 terminaste la secundaria, ¿cómo fue la fiesta de fin de curso?
–Fue terrible, si lo hacés ahora vas en cana. La fiesta que habíamos preparado se llamó “Homenaje al Ácido Lisérgico”. El que había sacado esa onda era Landrú en Tía Vicenta, él hablaba de que todos estaban tomando LSD sin que nadie supiera qué era. A través de Los Beatles nosotros empezamos a darnos cuenta de qué se trataba. Imaginábamos que a un tipo que se mandaba un ácido se le volaba la cabeza, pero la verdad es que no teníamos ni idea. Pensábamos que el ácido se inyectaba. En aquel entonces, todos los egresados del colegio organizaban un festival producto de su creación. Ahí todos los que eran músicos tocaban y el que era cómico se hacía el cómico. Cada promoción armaba su show, tipo yanqui, heredado de los colegios yanquis. Era un colegio de unos pelotudos tremendos. La cuestión es que mi promoción no solamente alquiló una copia de Help para pasarla en el cine como broche de oro, sino que también armamos un show integral que se llamaba “Homenaje al Ácido Lisérgico”, bajo la batuta del Chago Novoa, el tecladista que fue el integrante número cinco de Almendra y que después no estuvo. El Chago Novoa después fue celador nuestro y era el mejor celador del mundo, éramos amigos. Un personaje cómico, geniecillo era. Con él hicimos un cortometraje que se llama Newspaper, con música hecha por Emilio, él y yo. El show empezaba con una música y en el escenario aparecíamos nosotros. Conseguimos pelucas, nos pintamos ojeras y nos vestimos como si fuéramos unos hippies re-drogados. Después entraban otros compañeros y nos inyectaban una jeringa gigante en el culo y ahí empezaban Los Beatles y se sucedían sketchs. Además, un compañero ponía la mano sobre el disco de vinilo frenándolo, retardando la música como para mostrar que el LSD nos hacía efecto. Los curas no se dieron cuenta. Es más, recibimos su aprobación. Se volvieron locos cuando vieron eso, se divirtieron como nunca y, en realidad, fue de una osadía muy grande, un cachetazo en la cara. Esa fiesta fue, además, la coronación de Bundlemen, el dúo que teníamos con Emilio. Aparecimos nosotros dos en bajo y viola y cantamos un par de canciones. Eso fue como el anticipo de Almendra, porque los más chicos del colegio “murieron” con nosotros. Cantamos “Shame and scandal in the family” (Vergüenza y escándalo en la familia), un tema comercial pop de aquellas épocas. También creo que tocamos uno o dos temas nuestros porque Emilio ya componía y yo también. De alguna manera ya habíamos puesto un pie en lo que iba a venir después. Me acuerdo de que, aunque ese día no la tocamos, también hacíamos “Yesterday”. Si “Homenaje al Ácido Lisérgico” lo hacés ahora, vas preso por apología de la droga. ¿Sabés cómo te vienen a buscar? Vienen del Cenareso. Años más tarde nos llevaban presos por creer que teníamos cara de drogadictos, cuando en realidad habíamos usado eso un año o dos antes como si fuéramos pibes de una comedia musical del colegio que no fumábamos ni tabaco. Después se precipitó sobre nosotros esa etapa psicodélica y de consumo de alguna porquería. El primer porro que probé en mi vida lo fumamos con Emilio en la terraza de su casa. Emilio se lo bancó mejor que yo, pero me acuerdo de que quedamos destruidos.
Además de las canciones y las poesías, ¿escribías otras cosas?
–Sí, también empecé a escribir algunos cuentos. Con Emilio estábamos enceguecidos con Cortázar y me acuerdo de que había un poeta loco que pasaba por la esquina de Sucre y Montañeses. Nos hablaba de César Vallejo y no le dábamos ni cinco de bola, le decíamos que a nosotros nos gustaba Cortázar. Eran discusiones a los dieciséis años, de noche, en una esquina. Después leímos a Vallejo y nos queríamos morir porque el flaco tenía razón. Y nosotros también. Una de las pocas cosas que robé en mi vida fue un libro. Me lo metí adentro del saco y salí de la librería como si nada. Ese libro ya era mío y esa misma noche lo consumí. Jamás volví a leer cuentos tan extraordinarios como los de Bestiario, de Julio Cortázar. Fue una época bárbara. Yo ya empezaba a salir con Cris, que es esa chica que ves ahí en la foto conmigo. Es la de “Blues de Cris” y “Muchacha ojos de papel”, Cristina Bustamante, el primer gran amor de mi vida. Sabés que cuando me llevás mucho al pasado después me quedan triciclos…
¿Triciclos?
–Sí, como si fueran vueltas del pasado. Te cuento estas cosas y las revivo en mi mente. No siempre es bueno eso, depende de cómo esté uno. Te hace bien o te trae nostalgia y algo de eso te hace mal. A la vez, me agarra una especie de antinostalgia. Yo estoy entregado al futuro, tanto que casi no vivo el presente.