PáginaI12 En Francia
Desde París
París amaneció sitiada por las fuerzas del orden. Desde la mañana, la capital francesa era una ciudad medio fantasma. Museos, teatros, la Torre Eiffel o estaciones de metro cerradas, calles bloqueadas y comercios amurallados con placas de madera, todo estaba listo como si fuera una guerra. Para enfrentar la cólera de su pueblo, el gobierno movilizó a 89.000 fuerzas del orden y terminó arrestando a más de 1300 personas, lo que da más del dos por ciento de personas detenidas o interpeladas brutalmente de forma preventiva. Hubo también más de cien heridos. No faltó ni la policía montada. El Estado puso el mejor aparato represivo que tenía y con él superó varias veces el número de manifestantes: en toda Francia habrá habido entre 120.000 y 135.000 personas contras 89.000 policías. En la capital francesa se desplegaron 8000 efectivos y había 8000 chalecos amarillos. La cuarta jornada de protestas de los chalecos dio lugar a unas cuantas escenas de violencia en París, Marsella, Burdeos o Nantes, pero muy lejos de la escenificación dramática montada por la presidencia francesa y el Ejecutivo. El presidente Emmanuel Macron llegó hasta evocar la posibilidad de gente con armas que venían a “matar”.
El color amarillo de los chalecos reemplazó los adoquines de las revueltas de Mayo del 68. La gente estaba indignada por el montaje policial activado por el gobierno. En la Avenida de los Campos Elíseos y los alrededores, donde se produjeron los enfrentamientos más duros con la policía, el grito masivo “Macron Dimisión” era un coro lleno de ira. Algunas personas que no habían participado en las manifestaciones decían con irritación que este “espectáculo lamentable hizo pasar a Francia a otra cosa que no tiene nada que ver con el Estado de derecho” (Julie, 36 años, profesora de matemáticas). Ante una rebelión que no supo manejar a tiempo, el liberalismo parlamentario recurrió a la represión maciza para salvar su modelo de ajustes, aumentos, desempleo y cargas fiscales sobre las clases medias y populares. “Un poder sin rumbo, “un poder que vacila”, “un poder acorralado”, “un poder sin influencia”, “un poder autoritario”. Los comentarios de los medios de prensa, progresistas o conservadores, recorren todo el pentagrama de las críticas. Francia está aturdida. El presidente Emmanuel Macron se ha convertido en el hazmerreír de la sociedad y de los otros dirigentes del planeta que ahora (lo hizo Trump en un tweet y el turco Erdogan, entre otros) se burlan copiosamente de él. El gran reconciliador, el emérito espadachín contra el populismo rampante tuvo que sacar las tropas a la calle para aplacar el hastío de su sociedad. “Tenemos un presidente que no nos escucha y encima se esconde”, decía rojo de arrebato Michel, un intermediario de productos cárnicos que trabaja en el gran mercado de Rungis, en la periferia de París. Los chalecos amarillos son, de hecho, la minoría que se expresa por los demás y han puesto a Francia en estado de convulsión por el cuestionamiento tan sorpresivo como radical de una línea política que consagra la desigualdad. “El poder al pueblo”, decía una pintada que llevaba un chaleco amarillo con la máscara de Emmanuel Macron. ¿ Revolución ? No, escribe el filosofo Jacky Dahomay en el portal de Mediapart; tal vez Francia se esté dirigiendo hacia “una democracia insurgente”. Los mismos chalecos amarillos están sorprendidos por el perfil de los acontecimientos. Robert, un comerciante del centro de Francia, confiesa que “ni por asomo esperábamos este terremoto. Sólo buscábamos que nos escucharan, que nos comprendieran, que nos vieran de una buena vez por todas. Por eso nos vestimos de amarrillo, para dejar de ser invisibles”. Esa visibilidad ya planetaria conseguida con un chaleco obligatorio que se conserva en la guantera de los autos remite directamente al movimiento zapatista que surgió en México el 31 de diciembre de 1993. Esa noche, liderados por el Subcomandante Marcos, los zapatistas irrumpieron en la política mexicana con la cara cubierta con un pasamontañas. Desde ese momento empezaron a explicar lo que hoy en París dicen los chalecos amarrillos: “Nos cubrimos el rostro para dejar de ser invisibles”.
Ni siquiera los editorialistas y analistas más conocidos de la prensa llegan a interpretar con acierto lo que está pasando. Diagnostican los errores garrafales del estilo de Macron –el presidente que mira con desprecio a los de abajo–o sus incongruentes decisiones como fue la transformación del ISF, el impuesto aplicado a las grandes fortunas, en un impuesto que perdona a los afortunados. Los partidos, que sea la extrema derecha, la derecha y la izquierda radical, menos aún. Están más preocupados en validar sus propias retóricas pegándose a los chalecos amarillos que en comprender sinceramente qué le está diciendo a Francia este volcán. Fuera de un pequeño grupo de universitarios que estudió los territorios del país, casi nadie conocía las dolencias de esa mal llamada por todos “Francia invisible”. No es un movimiento obrero, ni un núcleo sindical, no son funcionarios públicos, ni desempleados, ni comerciantes. Empezaron impugnando en las redes sociales el aumento del gasoil y acabaron destruyendo al macronismo, aunando a parte de la sociedad y, al final de cuentas, protagonizando la primera revuelta fiscal de la historia moderna. En París y otras ciudades, la extrema izquierda comparte la calle con la ultra derecha. El gobierno anuló los aumentos previstos para el próximo año sin conseguir que los chalecos amarillos volvieran a casa. Ni los mismos chalecos amarillos son capaces de designar a un representante. Su diversidad ideológica y geográfica es muy amplia. ¿Permanecerán como actores de la tormenta o se retirarán con el paso de los días ?. Una incógnita. Han dejado, no obstante, una herida abierta en el corazón del macronismo. La idea del equipo presidencial de presentarse en las elecciones europeas de mayo próximo con el hilo conductor de que Macron era el muro exquisito contra los populismos, el abanderado de la globalización y liberal se hizo añicos. Nadie creerá en ello. Y las dos otras reformas de peso que estaban en la carpeta presidencial constituyen desde ya dos bombas de tiempo: la reforma del sistema de pensiones y la protección social.