Hace unos años, iba a Chivilcoy con un grupo de gente en un auto. Alguien a quien no volví a ver contó una historia que me resultó potente y extraña. Tenía que ver con los hábitos de la familia de su ex novia. El cuento –verdadero o no– se me clavó en la memoria. Me pareció que cargaba un sentido borroso, completamente incierto, pero decisivo. Más tarde, se lo conté a un amigo y, como suele suceder, mi narración –la hice propia de inmediato, le suprimí detalles y le agregué otros– abrió una cadena de historias que se relacionaban, aproximadamente, con la principal. Me pareció que una de ellas tenía también un alto grado de contundencia, vaguedad y belleza. Las mezclé a las dos en este cuento. La acción transcurre en La Plata. Pensé que era un escenario adecuado: el relato necesitaba una ciudad más chica que Buenos Aires; además, La Plata tiene algo de laberinto –para  mí– y este detalle me servía para acentuar el efecto de extrañamiento.  

El eje del cuento se vincula con las costumbres que se dan en el interior de las familias. Son rutinas que se incorporan y que, en alguna medida, cumplen el rol de cerrojo frente a los extraños. Todos los clanes tienen sus reglas de pertenencia y sus pautas para aceptar a los nuevos miembros. En “La voz del interior”, se genera una especie de confrontación de culturas entre la del protagonista y la de la familia de Julia, su novia. En otro orden, el relato se focaliza en la reacción frente a la locura que, si bien en el texto tiene una manifestación individual se relaciona asimismo con la expresión colectiva. Para sintetizar, se puede decir que “La voz del interior” es una versión libre de Los locos Addams.