Me preocupé porque lo que dijo, con los labios grasosos y los ojos inyectados de sangre, se escuchó como si se tratara de la verdad. Ni siquiera quise mirarlo. Aproveché el silencio que se produjo para usar la servilleta. No se hagan problema, a esta altura nada me asombra, di a entender con el gesto. Con mucha seriedad, me paré y pedí disculpas. Me metí en el baño. Recordé un dicho de mi vieja en el que se confundía enfermedad con violencia. Por esa razón, corrí el cerrojo de la puerta. Abrí la canilla de agua fría y me mojé la cara. Cuando vi mi imagen en el espejo, comprobé que tenía las ojeras marcadas.

–Carajo. Cómo me afectan ahora las cosas, dije.


El primer paso hacia aquella noche lo había dado once meses antes. Entré a La Plata como un fugitivo. Me habían expulsado de Mar del Plata por el desencuentro con una mujer y la indiscreción de un amigo. De aquellos hechos, lo que más me quedó fue que el infierno, el verdadero infierno, son los otros, la palabra de los otros. Si hasta el que manejaba la chata que me alejó del mar me habló, entre mate y mate, de una chica que por la descripción que hizo podría ser mi hija. 

En esta ciudad, me quedé una semana en la casa de Gloria, una gorda muy dulce que me llama sobrino; después, alquilé una pieza en el hotel Toledo, que está frente al Parque Alberti. Para algunos huéspedes, los íntimos, la pensión es casi completa; porque supe ganármelo, yo de entrada me beneficié con esa dieta. Y, justamente, una noche, compartiendo una sobremesa con Ayala, el administrador del lugar, conseguí trabajo. 

Ayala se parece a Perón. Es alto, hombros cuadrados, manos enormes. Se peina con agua. Tose para avisar que está llegando. Su técnica es sencilla: aligera las frases, evita repeticiones, se jacta de su pragmatismo. Por lo general, es distante y hasta descortés, pero también sabe ser bondadoso. Digo esto respaldado por hechos. Una noche de octubre –faltaban cinco minutos para las diez– quedábamos tres personas en la mesa del Toledo: una vieja polaca, Ayala y yo. Estábamos callados. Tomábamos vino tinto. Ayala hizo una montaña con las migas que tenía cerca. Dijo:

–Dígame, Araujo, ¿cómo se mantiene usted?

Pensé que era una ironía. Tragué saliva. Quise edificar un dique discreto pero firme:

–No me gusta hablar de mis males. 

–Entiendo. Supongo que no rechaza ofertas.

A la mañana estaba pintando la fachada del hotel. Seguí con la cocina, el baño de entrada y dos habitaciones. Cuando se trata de trabajos manuales, mi obsesión me vuelve lento. Di la última pincelada un mes después que la primera. Con las manos llenas de pintura, fui a buscar mis honorarios. Encontré a Ayala sentado en el comedor. Jugaba con un encendedor a bencina. Me pagó sin mirarme.

–¿Pasa algo? 

–Usted sabe.

–¿Sé qué?

–Es un desperdicio que haga estos trabajos.

Me quedé mudo. Ayala habló de un amigo, un tal Rufino. Yo agradecí con la mirada. Por virtud de su gestión, entré como empleado a la Inmobiliaria Rafelson. De inmediato, el escritorio y el sueldo fijo me volvieron un inepto.

–Ayala, usted es un hermano para mí.

–No exagere, Araujo. Los muertos se cuentan fríos.


La conocí el primer día de trabajo. Era amable con los clientes, minuciosa en lo administrativo, humilde con el mundo. Y hermosa, incomparablemente hermosa. Verla significó un ejercicio para regular mi ansiedad. Enseguida me puse buscar la ocasión para el descubrimiento; quiero decir, para que ambos nos viéramos tal y como en realidad queríamos ser. Mi paciencia tuvo premio: en las oficinas se festejan aniversarios de cualquier cosa. Como de costumbre, puse en práctica mi estrategia de triangulación. Fue efectiva: alguien propuso que acompañara a Julia hasta su casa.

–Es un placer.

Ella permaneció inmutable. No me demoré para besarla, menos para decirle que la quería. Nuestra relación fue formal desde el primer roce. Recuerdo que en aquel tiempo, cuando despertaba, sentía esa grata sensación –como un sobresalto– que depara la dependencia emocional. 

Los viernes la invitaba a tomar algo al barcito que está pegado al teatro Argentino. Después, hacíamos interminables caminatas. Julia me hablaba de sueños repetidos, de historia argentina y de su familia, sobre todo, de su familia. Yo fumaba, tomaba Campari y la miraba de costado. Muy pronto entendí que era una mujer dependiente de su clan. Hasta para guiñar un ojo necesitaba la aprobación de sus parientes. Su núcleo era reducido: madrastra, padre, tío, hermano. Hermano de veintitrés años con sobrenombre absurdo: Picho. 

Su madre era un recuerdo trágico, una rápida agonía, la foto de un verano con sonrisa helada. Me hablaba de ella y yo le acariciaba la nuca con la yema de los dedos. En una esquina sin ochava, una noche ventosa, dijo:

–Mañana a las cinco te venís a casa a conocer a mi gente. Traé facturas. Una docena alcanza.


Quise impresionar: compré medialunas para un regimiento y pedí prestada –a Ayala, a quién sino– una camisa blanca.

Era un departamento de altos. Entré y distinguí en el fondo de un pasillo una televisión prendida, el resto era penumbra.

–Cerramos los postigos porque la oscuridad mantiene frescos los ambientes, me explicó Julia.

El fondo del pasillo resultó ser la cocina. Los tres hombres estaban enfrascados con Bonanza; la mujer, que tenía una pelusa oscura en la cabeza, cebaba mate. La pava estaba junto a la hornalla encendida. Ella iba y venía hacia la mesa con la calabacita en la mano. Daba pasos cortos con sus piernas de enana. Era eléctrica.

Julia puso las medialunas en medio de la mesa. Intenté que mi presencia no alterara el rito del que todos participaban. No tuve que hacer mayores esfuerzos, nadie me notó.

De esa visita, me asombraron dos cosas. La primera: nadie probó un solo bocado de las facturas que llevé, ni siquiera desenvolvieron el paquete; la segunda: la afición del tío –un pelado de ojos saltones– hacia el tejido. Durante los créditos de la serie, sacó de una bolsa un par de agujas de madera y una tira rectangular de lana trenzada.

Julia dijo:

–Santa Clara.

–¿Cómo?

–El punto. Le está haciendo un chalequito a papá para el otoño.

Afirmé con la cabeza.


La segunda vez que fui a la casa de Julia fue un sábado de agosto. Cumplía años el padre. Recuerdo mi fastidio cuando me dijo que me esperaba a las dos de la tarde. Me pareció un horario estúpido para organizar un festejo; además, tenía que suspender la siesta. Y si de algo disfruto, cuando el día lo permite, es de ese sueño de la tarde. No se trata solo de establecer una pausa, sino de ser fiel a un orden –no me da pudor afirmarlo– que, creo, es casi lo único que justifica la jornada. De todas maneras, agradecí el gesto de Julia. Nada más que un par de arrugas en la frente reflejaron mi malhumor. Ella, hábil lectora de gestos, supo interpretarlas. Su reacción fue inmediata:

–Si no querés venir, no vengas. No quiero que te sientas en una obligación.

La verdad es que comí temprano, me abrigué y caminé las doce cuadras hasta su casa, porque cuando Julia dijo lo que dijo, con los ojos negó sus palabras. Me pareció, entonces, que era su forma de hacerme saber que mi presencia le resultaba indispensable.

Me recibió como si algo en mi cara le hiciera gracia. Soltó una carcajada. Después me pidió disculpas. Señaló un espacio vacío en un sillón y pareció acordarse de algo urgente: quedé solo, mirándome la punta de los zapatos, hasta que alguien –un pariente– me invitó a participar en un juego. 

–Es costumbre familiar, dijo.

Todos los presentes habían armado un círculo y se pasaban un par de anteojos.

–Cruzado lo recibo y abierto lo entrego, decían.

Las miradas eran de entendimiento. Se hacían comentarios al oído que la música de una radio no me dejaba escuchar. Pesaba en el aire un olor a biscochuelo. La luz de la lámpara resultaba escasa.

–No entiendo las reglas, dije.

Recibí palmadas de aliento en la espalda pero ninguna explicación.

–Lo recibo abierto y abierto lo entrego.

No se trataba de las patillas, que durante todo el juego estuvieron plegadas. Cuando llegó mi turno, no supe qué decir. Estuve unos segundos titubeando hasta que se acercó Julia y me rozó el hombro. Fue cortante:

–Vení para la cocina que hay té recién hechito.

Me paré de un salto. Mientras caminábamos uno al lado del otro, le dije:

–Ya sé: se trata de las piernas, ¿no? Cruzado de piernas o abierto de piernas. Es eso. 

Dobló la boca en una sonrisa compasiva. Enseguida, el vapor del té borró el resplandor de su cara. Detrás, la ventana daba marco a la luz del invierno.


A esta reunión, le siguió un período en el que nuestro vínculo se interrumpió. No hubo conflicto, ni siquiera palabras que explicaran la pausa. Pasaron tres semanas hasta que el profundo asombro que depara la soledad se consolidó en una imagen: Julia yéndose a las seis de la tarde de la inmobiliaria, internándose en una rutina que me resultaba cada vez más ajena, la rutina de los otros, del mundo, de los extraños.

La desesperación –que enajena– me decidió a recuperarla. Hubo esfuerzo: trabajé en la demanda de la mujer y en mi entendimiento. Los encuentros son excepcionales, justifican la vida, pensé. Por virtud de esta buena disposición y de una serie de acontecimientos que me costaría ordenar, terminé comiendo una noche en su casa. Estaban los de siempre. A mi derecha, el padre, vasto y blanco, tragaba guiso; a mi izquierda, el televisor disparaba luces. A Julia, el movimiento de sus maxilares le provocaba un discreto temblor en las mejillas: hermosa como nunca. Los diálogos eran breves, orientados a lo inmediato. Se escuchaba el ruido de los cubiertos chocando con los platos o el disparo de la soda o la corteza del pan cuando se corta, pero por debajo circulaba un silencio incómodo. Era evidente que sobre los ánimos pesaba cierta expectativa, como si de un momento a otro tuviera que llegar alguien; no una figura central, sino alguien cualquiera, un desconocido. Con esta sensación a cuestas llegamos al postre.

–Duraznos en almíbar, anunció Julia.

–Duraznos en almíbar, repetí.

Después estornudé dos veces. Me limpié la nariz con una servilleta. La estrategia fue discreta, pero no fue esa la razón por la que pasó desapercibida. El tema es que todos estaban pendientes de algo que pasaban en la televisión. Era un programa filmado en el Vaticano. Mostraban imágenes de la Plaza San Marcos, de la Capilla Sixtina y de algunas enormes salas del Museo. Naturalmente, como una aparición, fue surgiendo la cara del Papa. Estaba vestido con una túnica con bordados dorados, en torno al cuello llevaba la estola púrpura. Sus ojos diminutos se clavaban en la cámara. Hablaba pausado. Su lengua chasqueaba en el caldo de la boca. Me encogí de hombros y cargué un pedazo de durazno en mi cuchara. Mientras, Picho, la nariz y las cejas encrespadas, se paró y levantó el volumen de la televisión. Ahora el Papa alzaba la mano, erguía un dedo. Nos barría con la mirada. Las palabras habían dejado de ser una letanía. Buscaba imponerse, impactar en nuestro ánimo. Entonces, Picho tiró los hombros para atrás, ganó altura. Gritó:

–Me habla a mí. Me está hablando a mí.

Respiró como si necesitara el doble de aire. Volvió:

–El Papa me está diciendo algo a mí.

Vi sus manos en el aire. Largas, anémicas, como garras blandas. Fue ese el momento. Sentí un frío que me subía desde la base de la espalda hasta los hombros. Antes de pararme, entendí que los sentimientos grandiosos incluyen elementos de pudor y de culpa.

–Disculpen –dije, y me metí de cabeza en el baño.