PáginaI12 En China
Desde Macao
Ubicada a 60 kilómetros al oeste de Hong Kong, cruzando el inmenso estuario de Río de las Perlas, la ciudad de Macao fue desde mediados del siglo XVI hasta finales de 1999 un enclave del imperio portugués, por mucho tiempo puerto esencial de la llamada “ruta de la seda”. Hoy Región Administrativa Especial de la República Popular China, Macao es –como la Mahagonny imaginada por Bertolt Brecht– una abrumadora “ciudad red”, que atrapa ciegamente la atención de millones de turistas chinos y de todo el sudeste asiático, que vienen a dejar su dinero en los incontables casinos de la ciudad, tantos que superan incluso el movimiento económico de Las Vegas. Quizás para expiar sus culpas y lavar algo de esa imagen turbia –que su impecable organización urbana pretende desmentir– la ciudad creó hace tres años el International Film Festival & Awards Macao (Iffam), una muestra pequeña en número de títulos –poco más de 50– pero que igualmente aspira a convertirse en un punto de referencia en el marco de los festivales asiáticos, que en los últimos años han surgido como hongos.
Caso curioso, la competencia de Macao, dedicada exclusivamente a primeros y segundos largometrajes y con un premio en metálico –60 mil dólares, nada menos– que es todo un incentivo para venir a concursar a un festival todavía en ciernes, fue copada en sus dos primeras ediciones por films argentinos. En 2016, la ganadora fue El invierno, opera prima de Emiliano Torres, y el año pasado Temporada de caza, debut de Natalia Garagiola. En esta nueva edición, que comenzó el sábado y se extiende hasta el próximo fin de semana, la aspirante argentina a completar el triplete es Sangre blanca, segundo largometraje de la salteña Bárbara Sarasola-Day después de Deshora (2013), que en su momento tuvo su bautismo de fuego en la Berlinale. Protagonizada por Eva De Dominici y Alejandro Awada, Sangre blanca pasó inadvertida por la cartelera porteña cuando tuvo su estreno en septiembre pasado, pero ahora aspira a tomarse revancha en Macao, donde la directora y el productor Diego Dubcovsky llegaron para acompañar la película.
Como corresponde, la presencia asiática es predominante en el Iffam y ya habrá oportunidad de hablar de ello, pero el primer fin de semana estuvo hegemonizado por un par de títulos con actores de fama mundial que vienen de lanzarse en los festivales de Venecia y Toronto y empiezan a hacer su carrera hacia el Oscar. Es el caso de Green Book, la película de Peter Farrelly protagonizada por Viggo Mortensen y que funcionó como un amable film de apertura, de esos que no le hacen mal a nadie.
Basada en un caso real, la nueva película de Farrelly y la primera que dirige sin su hermano Bobby desde Tonto y retonto (1994) marca un giro en su obra, hasta ahora dominada por las comedias salvajes y políticamente incorrectas, desde Loco por Mary (1998) hasta Pase libre (2011). No es el caso precisamente de Green Book, la aleccionadora historia de una improbable amistad interracial a comienzos de los años ‘60 que terminó siendo profunda y duradera. Por un lado, hay un rudo italiano del Bronx (Viggo Mortensen, en una composición fuera de su registro habitual pero que ya le ganó una candidatura a los Globos de Oro, el peldaño previo a los Oscars) y por el otro un elegante concertista negro que vive en un departamento arriba del Carnegie Hall (Mahershala Ali, el actor afroamericano más solicitado del momento, de House of Cards a Los juegos del hambre, pasando por Luz de luna). Sucede que Tony Vallelonga se queda sin trabajo como patovica del famoso Copacabana Club de Manhattan y alguien le ofrece fungir de chofer y guardaespaldas de Don Shirley, un virtuoso pianista negro formado en el repertorio de Brahms y Chopin y a quien su compañía grabadora no tiene mejor idea que enviar de gira por los estados sureños, donde hacia 1962 todavía regía el más severo segregacionismo.
Casi demás está decir que esta variante actualizada y con los roles invertidos de los clichés de Conduciendo a Miss Daisy (1989) irá completando toda la línea de puntos del mapa que va de Nueva York a Birmingham, Alabama, de la misma manera que recorre todos y cada uno de los lugares comunes de la dramaturgia hollywoodense, de la desconfianza mutua inicial a una amistad literalmente a prueba de balas. Es que como sugiere el título de la película, inspirado en The Negro Motorist Green Book, un guía para viajeros negros en el sur profundo escrita por un tal Victor Hugo Green, había que andar con mucho cuidado por esa parte del país, donde ni los italianos ni mucho menos los negros eran bien recibidos en las tierras del Dixie. Para cuando regresen, cada uno habrá aprendido mucho del otro: el chofer a disfrutar de las buenas maneras y de la música clásica (en la versión un tanto “Liberace” que practicaba Don Shirley) y el concertista de las bondades del blues y el pollo frito, que hasta entonces desconocía.
Menos complaciente es The Sisters Brothers, la primera película hablada en inglés del director francés Jacques Audiard, un western protagonizado por John C. Reilly, Joaquin Phoenix y Jake Gyllenhaal. Ya desde el comienzo queda claro por dónde pasan los tiros: los hermanos Eli y Charlie Sisters son pistoleros a sueldo y saben hacer muy bien su trabajo, como lo prueba la feroz balacera nocturna inicial donde solamente se ven los fogonazos de los revólveres y se escuchan los gritos de sus víctimas. Su empleador los ha puesto tras la pista de un misterioso buscador de oro, una suerte de alquimista detrás de quien va también un sofisticado detective privado, rival de los hermanos y contratado por el mismo patrón.
Conocido en Argentina básicamente por sus policiales negros, como Lee mis labios (2001), Mira los hombres caer (2005) y Un profeta (2009), Audiard salta aquí de un género y un continente a otro: pasa del film noir parisino al western estadounidense en pleno apogeo de la fiebre del oro. Y lo hace con las mejores armas, confiando en un guion que le da espacio para el desarrollo de sus personajes y que no desatiende la puesta en escena, en la que siempre se puede encontrar algún hallazgo.
Basado en una novela del canadiense Patrick DeWitt, hay siempre distintos tonos y matices en The Sisters Brothers: la picaresca es una de ellas, con cierto humor e incluso ternura entre esos dos hermanos que llevan tanto tiempo juntos y a la vez están tan solos que se han olvidado de para qué viven y por qué matan. Pero en el film de Audiard también anida una violencia sórdida, propia de esos tiempos en los que por un puñado de pepitas de oro cualquier hombre era capaz de hacer cualquier cosa, cegados todos por una codicia que quizás ahora solamente ha cambiado en sus formas. Por ejemplo, no parece que hubiera ciudad más segura en el mundo que Macao; y sin embargo, en el interior de cada uno de sus infinitos casinos, la quimera sigue siendo un poco la misma: hacerse rico… y perder todo en el intento.