En los oídos resuenan ciertos esquemas sonoros, cánticos callejeros o modismos de los medios de comunicación. El grito de la “patria socialista”, que en los años 70 portaban multitudes, se transmuta en la “patria contratista”. Reversión e ironía, balanceos habituales en toda historia política. Había comenzado el alfonsinismo. ¿Qué se quería decir con esas expresiones que parecían la manera en que una época ridiculiza a la anterior? Que si bien era fácil asociar la democracia a una promesa, si se tenía en la vereda opuesta el recuerdo fresco del horror, con esa misma democracia comenzaba un período de desconocidas dificultades. Lo que ahora podemos recordar con nostalgia, cargaba en germen los problemas que se alargan hasta hoy. La democracia tenía que refundarse. Alfonsín actuaba con un estilo fundacional. Pero encontraba en el espacio público que se deseaba transparente, toda clase de obstáculos. Comienza a hablarse de “corporaciones”, el clásico enemigo de las democracias al concentrarse los poderes financieros, comunicacionales o jurídicos. Alfonsín palpa esa situación adversa con la Sociedad Rural y con las “tapas de Clarín”. Y por supuesto, con el mercado como un cuerpo antropomórfico que entre sus pulsiones secretas determina la continuidad o la agonía de los gobiernos.
El máximo gesto promesante de Alfonsín, ir al mar, al frío y al sur, no convence a su propio partido. El cambio de Capital era un acto etéreo, la insurrección Campo de Mayo significaba en cambio la crudeza del submundo remanente de un nacionalismo militar de variados compromisos con el oscuro pasado represivo. Era la certificación que justificaba la prudencia alfonsinista en los juicios a las Juntas, con las leyes de punto final y obediencia debida, sustentadas en el prólogo de Sábato al Nunca Más. Pieza que repartía, aunque matizada, las cargas de una culpa profunda entre dos facciones que no podían ser equiparadas. A 35 años, esos discernimientos son retomados ahora sin la circunspección que tenían, para hacer latir nuevamente una reivindicación –con fuertes repercusiones en el presente–, de la maquinaria de terror.
Con Menem se inaugura la distancia deliberada entre una campaña electoral y lo que luego efectivamente se hace. El macrismo llevó al extremo esta estudiada astucia, ya con el auxilio de tecnologías que operan sobre las aberturas sensitivas de la conciencia colectiva. Aún no estaban tan vigentes las maniobras de la mercadotecnia política, por eso era más fácil notar las crisis de la política como promesa. Mellados los fundamentos consensuales de la verdad, la economía comenzaba a ser orientada por financistas que corporizan en el mercado una eminente voz de orden. Economistas de la escuela de Chicago operabn directamente en los ministerios. Grinspun había durado poco. Si con Alfonsín el discurso era una invitación al análisis político, en la era de Menem se exhibía, con la facticidad de una picaresca, que triunfaba el cualunquismo del fraseo político y el giro hacia los Estados Unidos, cuyos resultados eran las privatizaciones súbitas de los bienes públicos y el decisionismo en su aspecto más vulgar. Paradójicamente, fue en el momento menemista que concluyó la latente disconformidad de los estratos intermedios del ejército, que ocupaban cuarteles y sacaban tranques a la calle. La democracia de mercado y de las corporaciones podía cumplir, aunque con la lógica del pragmatismo salvaje, con una vieja aspiración de los demócratas surgidos de la ética de los derechos humanos. Ahí concluyó el ciclo corporativo del Ejército.
Al término del menemismo, encontrábamos las hebras menguadas del tercer movimiento histórico. Antigua forma de la democracia popular legendaria, a la que Alfonsín también alguna vez había aludido. Pero de allí surgió De la Rúa y el corte institucional –la experiencia inigualable del vacío–, que significaron las asambleas en las plazas de todo el país en el año 2001, con su cortejo de sacrificados. Sentados en el pasto y bajo las araucarias, miles y miles de personas, antiguos y nuevos militantes, se interrogaban sobre una nueva forma de gobierno en el país. Hacía bastante que ya había piqueteros, movimientos sociales, movimientos contra el hambre, corte de rutas. El menemismo fue el anuncio carnavalesco de lo que para el macrismo fue la pseudo ciencia de convertir la vieja noción de pueblo en la extensión mecánica de un focus group. El tema de la corrupción no era aun una abarcadora carta electoral sino una chicana viable. Todo se enrarecía.
Si contamos desde la caída del régimen militar, el kirchnerismo fue una suerte de Tercera República, más parecida a la de Alfonsín –la primera, de épica civilista– que a la de Menem –mercadológica y carnavalesca–. No es extraño que sus fieros adversarios, desde el primer momento comenzaran a planificar su cese, su descrédito o su desenlace (Kirchner le dijo a la Mesa de Enlace de los ruralistas que eran “la mesa del desenlace”). El kirchnerismo se amasó entre los pliegues de una dialéctica entre la esperanza y el descubrimiento repentino de cuál era la magnitud de las fuerzas que lo atacaban. Proclamó un capitalismo serio y entendió, entre otras cosas, que eso implicaba mayores porciones y controles estales de las tributaciones de los productores agrarios. Ya había incorporado la acentuación o radicalización de la política de derechos humanos, que incidía luego en reformas educativas, sanitarias, habitacionales o de seguridad pública democrática.
El kirchnerismo estimuló un ámbito autonomista para desplegar políticas científicas y universitarias. Todo eso fue visto como un serio atentado a los arcaicos poderes nacionales, por el ruralismo globalizado junto a los medios que manejaban la “elocuencia vulgar”. El efecto fue un agravamiento de la concentración corporativa y lo que se consideró la maduración final para el lanzamiento del candidato foráneo a las tradiciones políticas del país, que repusiera un poder crudo sin mediaciones institucionales, aunque estas siguieran funcionando de forma muy lábil. Se elevó la cuestión preocupante de la corrupción a una gramática absolutista y se utilizaron técnicas de emisión, disciplinamiento y control de la excitabilidad poblacional. Estas estaban inspiradas en un uso paranoico de las pasiones de una sociedad, que rebaja cada vez más sus niveles de autoprotección frente a aquello que la desmembra, la castiga y le quita virulentamente sus motivos de reflexión sobre sí misma.
En este largo ciclo, la presencia de Macri en la escena mayor, nos trae un programa gravemente destructivo de la sociabilidad pública, pero hablado con cadencia de asombrosa banalidad. Quiebra lo que llamamos democracia auto deliberativa institucional, es decir, instituciones públicas genuinamente representativas modulando la producción, el empleo, la moneda, la convivencia y las simbologías del movimiento siempre cambiante de los consensos colectivos. A tres décadas y media verificamos estas penosas y rápidas puntualizaciones, que no confiscan las esperanzas, pero obligan a acrecentar la reflexión sobre la historia reciente para meditar acciones populares futuras. Lo que vemos es un dramático retroceso de la vida pública, una virulenta des-democratización social y el recrudecimiento de técnicas de desmantelamiento de las estructuras culturales del trabajo, del intercambio productivo e incluso de la prosecución soberana de la nación. No había comenzado de esta manera lo que denominamos la recuperación de la vida democrática en nuestro país. No se preveía lo que se estaba incubando.