María Gainza irrumpió en la literatura en el 2014 con un libro magnífico, El nervio óptico (Editorial Mansalva), de esos que parecen un destino porque sólo Gainza, que durante años se había desempeñado como crítica de arte en la revista Artforum, el suplemento Radar y el New York Times en español entre otros medios, podía escribirlo: construido a partir de distintos cuadros que provocan en la narradora una impresión particular, física, El nervio óptico parte de esas obras para hilar historias que son de artistas pero también de aquellxs que despliegan una manera “artística” de vivir y estar, pasible de transformarse en una historia. Con La luz negra, su segunda novela que ahora publica Anagrama en simultáneo con la reedición de El nervio óptico, Gainza vuelve al mundo del arte con una historia fabulosa de falsificadores y artistas que se convierte, casi en un movimiento de prestidigitación, en la búsqueda de una mítica impostora que copiaba cuadros de Mariette Lydis, conocida como La Negra. Eso en cuanto a lo que se puede contar, porque La luz negra es una novela intangible como la luz en los cuadros: lo que intenta captar es del orden de lo que no se muestra salvo veladamente, y de ahí el intento de Gainza por convertir a la novela en un soporte lo suficientemente abierto y poroso, etéreo casi, como para que eso, más cercano al misterio, pase a través.
En La luz negra hay por un lado un cuarteto de personajes femeninos y por el otro una búsqueda de esta mítica Negra, que es la que finalmente “produce” la novela, esa especie de informe improvisado en un cuarto de hotel. ¿Me podrías contar cómo se fue armando este diseño?
–Un informe: un montón de papeles –entrevistas, declaraciones, expedientes, chismes– referentes al tema, sujetos así nomás con unos ganchitos para engrampar, guardados entre dos cartulinas marrones, ésa era la imagen que se me venía a la mente cuando pensaba en la historia. Todas las otras posibilidades, en especial la narración lineal de hilo más tensado, me parecía que no eran el molde adecuado para lo que yo quería contar. Quería, por usar una imagen de Tolstoy, hacer algo de lo que todos los rayos partieran y a lo que todos volvieran. Pero también pudo ser incapacidad de contarlo de otra manera, nunca hay que descartar esa posibilidad. A veces los escritores crean a partir de lo que pueden pero también a partir de lo que no pueden.
Hay algo potencialmente infinito en esta novela como también lo había en El nervio óptico porque las historias nunca se agotan, al contrario, se multiplican. En ese sentido, el corte que las hace detener y da lugar a una figura es arbitrario. ¿Cómo se llega a plasmar, a pesar de eso, un libro?
–Un libro se plasma cuando se lo encierra entre dos tapas. Antes siempre es potencialmente susceptible al cambio. De hecho, en cada reedición que hicieron de mi libro anterior, El nervio óptico, toqué cosas, cosas chiquitas que sólo yo noto, lo hago no tanto por obsesiva sino por diversión. Me gusta seguir jugando.
¿La figura de la falsificación (la narradora la usa en un momento para referirse a la propia escritura, además de “escritorzuela”) te resulta representativa de tu acceso a la literatura? Lo digo porque esta narradora que se hace llamar María Lydis tiene elementos de tu biografía y es desde el principio alguien que se oculta, que se cambia la identidad.
–¿No somos todos somos un poco Ripley en algún momento del día? ¿Cuándo somos persona y cuándo personaje? ¿Somos persona cuando estamos solos y personaje en público? No sé. Yo tengo una conciencia extrema de eso, me observo, me respiro en la nuca, movimiento de contorsión nada sencillo por cierto. Yo no vengo del mundo de la literatura, llegué tarde, de hecho sigo siendo un poco una colada. No me siento cómoda ahí, quizás por eso que decía Claudel: “un jorobado preferiría siempre la compañía de un ciego a la de otro jorobado”. Pero también, quizás, porque me siento una impostora que lleva un sobretodo que le queda dos talles más grande.
Me gustaría saber cómo es tu relación con la novela porque en principio parecería ser que la unidad digamos de tu escritura es el pequeño relato, de unas pocas líneas, la historia brevísima que podría parecer decorativa dentro de un párrafo pero que en la acumulación conforma nada menos que una visión del mundo (tramada por el arte, en principio el de narrar). Hay mucha autoconciencia al respecto en La luz negra, en el amor a lo breve de Enriqueta, en la concepción de la memoria...
–No tomo decisiones muy racionalmente, todo se va decidiendo sobre la marcha pero sí, tiendo a lo breve, necesito ver la otra orilla cuando escribo y como no sé unir bien las partes me quedan todas las costuras visibles. Me experiencia del mundo es fragmentada, disociada, mercurial y siempre de a ráfagas, así también es el tiempo vital que le puedo dedicar a lo que escribo. No podría sumergirme en algo de mayor aliento porque mi cotidiano es un lío, supongo que eso determina todo lo que hago y hasta un estilo.
En relación a esto último La luz negra, con ese título que es casi un oxímoron, podría girar en torno a una sola idea que es la relación entre visibilidad e invisibilidad, como lo expresa la historia del cocodrilo superluminoso. ¿Algo de eso hay también en El nervio óptico, quizás? Y en todas las figuras de artista que obsesionan, porque siempre se trata de alguien que se muestra/se oculta.
–¿Es importante mostrar la obra? ¿La percepción pública confirma tu identidad como artista? Es algo que siempre me pregunto y sobre lo que aún hoy no tengo una respuesta. A medida que envejezco cada vez tengo menos certezas y más preguntas, me voy vaciando, yo hubiera creído que era al revés.
¿Te resulta natural, por decirlo así, construir personajes femeninos o el hecho de que sean mujeres es parte de su acceso medio lateral al mundo del arte?
–Alguien me dijo una vez que en El nervio óptico se mencionaban pocas artistas mujeres, comentario que me puso de malhumor, bueno, un malhumor que duró tres segundos porque después algo me distrajo y me olvidé. Pero en esos tres minutos de malhumor, intenté explicarle a la persona que la falta de mujeres que ella señalaba tenía que ver justamente con el poco lugar que se les daba a las pintoras a comienzos de siglo veinte. Los compradores argentinos no incluían artistas mujeres en sus colecciones cuando iban a París. El nervio óptico da cuenta de esa ausencia, creo yo, entrelíneas. Ahora, en La luz negra, la ecuación se revirtió, quise hacer una galería de mujeres iluminadas, pero sólo porque la historia así se me aparecía. A mi sobre todo me interesan los artistas. El artista que no muestra es una figura que me seduce, el artista sin obra también (de ésos había varios en El nervio óptico), en realidad cualquier tipo de artista me atrae, incluso el más bienalero. Me interesa esa persona ultra sensible guiada por pensamientos poco convencionales. Esos pensamientos, esas circunvalaciones que da su cerebro para ir del punto A al punto B, es lo que muchas veces lo diferencia del común de los mortales. Lo que esa persona hace con sus tirabuzones mentales lo puede convertir en una criatura creativa o un tullido social. Creo que en el fondo lo que me interesa es lo humano y la figura del artista me sirve como objeto de estudio.
También, relacionado con lo anterior, me parece interesante que La Negra sea una figura que reúne lo que por lo general aparece separado: el mito del genio, del gran artista, y de la musa de un grupo de artistas varones, esa con la que “todos quieren estar”, como dice en algún momento tu novela.
–La Negra como leyenda reúne una centena de estereotipos asociados con la idea de la mujer-artista: la musa, la come-hombres, la loca, todo menos “genio” porque esa palabra se asocia con más frecuencia a los hombres y rara vez a las mujeres. La frase que resume esa visión machista que persiste al día de hoy me la dio un contacto (de identidad reservada) al que entrevisté. El tipo me dijo: “Entre los falsificadores se dice: los hombres crean, las mujeres copian”.