Desde el éxito internacional de Y tu mamá también (2001), que entonces lo consolidó en Hollywood, hacía diecisiete años que el director Alfonso Cuarón no filmaba en México, su país natal. Y su regreso con Roma –que viene de ganar el León de Oro de la Mostra de Venecia y sin duda tendrá varias nominaciones en la próxima ceremonia de los premios Oscar– no pudo haber sido mejor. Se trata de una película extremadamente personal, casi autobiográfica como lo ha reconocido el propio Cuarón (autor también del guion, la fotografía y el montaje), pero que es capaz de trascender el gesto meramente autorreferencial para dar cuenta de un país y de una época en pleno momento de transición, hacia 1971, cuando comienzan a producirse transformaciones sociales y levantamientos estudiantiles que se perciben determinantes. O que en todo caso el film –y esa es sin duda una de sus virtudes– los hace parecer determinantes.
Película ambiciosa como pocas, la paradoja de Roma es que está construida a partir de una infinidad de detalles, como si esa escala por momentos casi microscópica con la que Cuarón mira una instancia en la vida de su propia familia fuera capaz de construir un gran plano general sobre la sociedad de su época. Esa mirada, hay que decirlo, es una asumida mirada de clase, la de un realizador nacido en el seno de una familia acomodada, en una amplia casa de dos plantas en un barrio tranquilo y confortable del Distrito Federal mexicano: Colonia Roma, de ahí el título de la película.
Pero aunque tienen papeles preponderantes, sobre todo el personaje de la madre, no son los miembros de su familia quienes llevan sobre sí el peso del relato sino Cleo, la muchacha de origen mixteco que de la mañana a la noche se ocupa de todas y cada una de las tareas domésticas junto a otra compañera también importada del interior profundo de México, con quien comparte una minúscula piecita del fondo. Es Cleo, sin embargo, la protagonista absoluta de Roma, porque es en Cleo en quien la madre confía gran parte de la crianza de sus hijos y a quien esos cuatro hermanos (tres varones y una niña) quieren casi como si fuera su madre.
La debutante Yalitza Aparicio, maestra jardinera de profesión, es el primer hallazgo sobre el cual se apoya Roma. Sin su sensibilidad y su ternura la película toda hubiera sido inimaginable. El hecho de que –hasta ahora, al menos– no fuera actriz le otorga una verdad que una profesional seguramente no le hubiera podido dar al personaje y consigue que Cleo sea el eje gravitacional a partir del cual gira toda el universo de Roma.
Ese universo es deliberadamente amplio y Cuarón procede siempre en un mismo sentido: va de lo particular a lo general. Como lo deja sentado ya el plano inicial del film, puede ir desde las figuras hipnóticas de las baldosas del patio bañadas por el agua jabonosa que esparce Cleo hasta el cielo que de pronto se refleja en ellas y por el que se ve atravesar un avión, como si la vida toda estuviera en otra parte. Hay una deliberada voluntad de hiperrealismo en Roma que la minuciosa fotografía en blanco y negro a cargo del propio Cuarón –y que conviene apreciar en sus proyecciones en sala oscura antes que en la plataforma online (ver aparte)– se ocupa de resaltar, quizás incluso de manera abusiva. Pero se trata, sin duda, de la película de un obsesivo, de un director que no quiere dejar nada librado al azar y que pretende que cada uno de sus recuerdos se convierta en materia estética, a toda costa.
Para alguien que viene de filmar los últimos tres lustros en Hollywood, con presupuestos de los más altos del mundo (Harry Potter y el prisionero de Azkabán, Niños del hombre, Gravedad) el regreso al cine mexicano no implica necesariamente ajustarse a esa escala local. La de Cuarón sigue siendo la escala de Hollywood, con todo lo que el dinero puede comprar, empezando por una maniática reconstrucción de época que se permite recrear escenas urbanas con una multitud de extras, decorados y transportes de todo tipo. Y si su ambición es casi wellesiana, en el uso de los travellings y los planos–secuencia, su memoria es felliniana, en tanto Roma es su Amarcord: un pasado idealizado por el paso del tiempo y en el que todo parece más grande, más dramático y más fantástico de lo que quizás fue.
Ese afán de absoluto se percibe en el modus operandi con que Cuarón va construyendo la estructura del film. Por un lado, pasa de las escenas domésticas, casi naturalistas, en muchas ocasiones teñidas por un humor nostálgico, a los grandes momentos de bravura, de un dramatismo exacerbado. En su 135 minutos hay por lo menos cuatro de esos momentos que en cualquier otra película apenas si serían el único clímax: la visita de Cleo al hospital en medio de un terremoto; la frustrada compra de una cuna en el mismo momento en el que el ejército mexicano (auxiliado por fuerzas paramilitares) reprime una manifestación estudiantil; la terrible instancia del parto, quizás el momento más reprochable de Roma; y un épico salvataje ante un mar embravecido en la playa de Veracruz.
Que cada una de estas escenas –y muchas otras, como esa en la que Cleo va a un paupérrimo suburbio a buscar a su novio y ese cielo proletario se ve surcado de pronto por un funambulesco hombre bala– tenga dentro del mismo plano varios movimientos internos de distinta naturaleza e intensidad habla de la voluntad demiúrgica de Cuarón, un cineasta que no se conforma con reflejar el mundo sino que quiere forjarlo él mismo en todos sus detalles. La ambición de sus compatriotas y colegas generacionales Alejandro González Iñárritu y Guillermo Del Toro quizás sea similar, pero de los tres se diría que el único auténtico cineasta es Cuarón, en tanto es capaz de trabajar con las herramientas estéticas legadas por los grandes maestros e intentar con ellas elaborar su propia poética, aplicada aquí a reconstruir la patria perdida de su infancia.