Desde el momento en que Pizza, birra, faso marcó un corte definitivo, la tradición del realismo es, si bien no la dominante, una de las más fructíferas del cine argentino. No sólo el cine, teniendo en cuenta los notables aportes televisivos de los propios realizadores de Pizza, birra, faso, Adrián Caetano y Bruno Stagnaro: Okupas, Tumberos y últimamente Un gallo para Esculapio. En los últimos tiempos esa tradición fue revisitada, con la mayor fortuna, por Mauro, de Hernán Rosselli, y La educación del Rey, del mendocino Santiago Esteves. A esa línea virtuosa se suma ahora el realizador cordobés Darío Mascambroni (1988), que dos años atrás había estrenado su ópera prima, Primero enero. En ella Mascambroni parecía retomar de modo sistemático la teoría del iceberg formulada por Ernest Hemingway, dejando por debajo de la línea de flotación al personaje más importante del relato. En Mochila de plomo lo va dejando asomar muy de a poco, en el marco de una narración que sólo en la última escena termina de definir su condición. Y todo en poco más de una hora: milagros de la concisión.
Durante buena parte del metraje Mochila de plomo recuerda a François Truffaut, por el modo en que los chicos viven en ella –lúdico, espontáneo, sin inhibiciones producidas por el dispositivo de rodaje– y por la obstinación con que el protagonista, Tomás (Facundo Underwood, en actuación consagratoria), se defiende y reclama airadamente lo que le corresponde, como lo hacía el pequeño Antoine Doinel. Las primeras escenas son una vivificante coreografía de paseos en bici, saludos y risas, y esa dinámica infantil se mantiene entre Tomás y su amigo Pichín (Gerardo Pascual, excelente), haciendo de Mochila de plomo un cuento infantil al borde de cierta picaresca despreocupada, con los adultos casi por completo fuera de campo. De a poco van ingresando, sin embargo, y con ellos el relato comienza a virar hacia una zona más dramática.
Llama la atención que en su casa Tomás se arregle solo, sin nadie que le cocine o le lave la ropa. Cuando finalmente aparece la mamá no es en las mejores condiciones: duerme de día, en un momento en que Tomás viene de tener un serio problema en la escuela, y le preocupa más seguir durmiendo que atender al hijo. Esa ausencia Tomás se la cobra en especies, robándole a la mamá algunos pesos y cigarrillos. ¿Y el padre? De él no se habla. No al menos hasta el momento en que, promediando el relato, el canchero del club del barrio le comenta lo bien que el padre jugaba al fútbol. Jugaba. Allí mismo se prepara una reunión de bienvenida para otro de los muchachos, que sale ese día de la cárcel, y Tomás no está invitado. En ese momento, algunas zonas de la narración que habían quedado flotando –el revolver que le consigue Pichín, sobre todo– comienzan a aglutinarse como trozos de mercurio, y pronto se comprobará que el cuento infantil era también, secretamente, un tipo de relato más adulto.
Los méritos de Mochila de plomo son generalizados. Un relato calibrado tan al milímetro como un policial (que a la larga lo es, como en menor o mayor medida lo son todos los exponentes de la tradición realista que mencionamos) y sin embargo una puesta en escena llena de aire, con escenas que respiran, no están atadas a la mera mecánica que suele esclavizar al género. Todo el elenco actúa con la clase de naturalidad que muchos buscan durante una carrera entera, sin dar jamás con ella. La fotografía, a cargo del también cineasta Nadir Medina, se mueve por las zonas más bajas del registro, señalando, desde un comienzo, que ese cuento luminoso es también un relato oscuro.
Mochila de plomo recupera, por otra parte, dos fuentes de significación y emotividad propias del cine clásico: el valor de los objetos (una camiseta de fútbol, en este caso) y de los gestos. No disparar, pero a la vez quitarse una prenda, pueden ser, así, gestos de sentidos opuestos, en los que pueden leerse los matices de una decisión crucial. Relato de clase media baja, con chicos que pelean y se roban plata entre sí, y entre quienes puede circular un arma, Mochila de plomo es, desde ya, un cuento de la Argentina siglo XXI, donde los problemas se resuelven a los tiros.
¿Realismo social, entonces? Va de suyo, por el recorte que la película practica. Pero lo social no va aquí por delante de lo íntimo. Allí está, para verificarlo, el plano final, mudo y henchido de latencias, que se cierra con una última y gloriosa elipsis.