La corrupción es la apropiación indebida de recursos por parte de quienes ejercen la función pública. No existe como delito en el Código Penal, es un modo de interpretar acciones de gobierno que tiene una connotación eminentemente política. La diferencia entre delito y picardía es la cara del infractor, me decía hace poco un alto ejecutivo de la industria farmacéutica.
Esta plasticidad del concepto de corrupción le ha permitido ser un argumento recurrente en contra de los gobiernos de corte popular, aun en las épocas en las que no estaba de moda hablar de populismo. Es y ha sido la excusa perfecta para encarcelamientos, proscripciones y ostracismos de toda laya. Y por espinoso que sea el tema, si es que va a ser un argumento de debate político, hay que desnaturalizar los sentidos que esta palabra adquiere porque su sentido no es unívoco.
La palabra corrupción, con su connotación de podredumbre o impureza, descansa en la distinción que efectúa la filosofía moderna, desde Kant en adelante, entre necesidad y libertad. En la esfera de la necesidad rige la lógica mercantil y el fin último de cada acción es apropiarse de los recursos para satisfacer los apetitos, mientras que la de la libertad es el ámbito para la libre deliberación y decisión, en función de las inclinaciones del espíritu. Dicho es forma más directa, en la esfera de la necesidad rige la lógica del interés y en la de libertad la del desinterés, por eso la primera se identifica con el mercado y la segunda con la política en general y con el Estado. Así, esperamos que el mercado produzca riqueza y que el Estado se encargue de distribuir esa riqueza para sentar ciertas condiciones básicas para el ejercicio democrático y republicano. Nadie debería ser tan rico como para comprar a otra persona, ni tan pobre para tener que venderse, nos advertía Rousseau.
La distinción entre necesidad y libertad, lógica del interés y del desinterés, está en la base de la moral política que prevalece en nuestros días. Partiendo de esta distinción, se habilita un doble estándar: lo que se le permite a la dirigencia empresarial no se le perdona al funcionariado, porque mientras la primera persigue legítimamente su afán de lucro, el otro debe ser capaz de velar por el bien común. Esto es de por sí controvertido, porque nos lleva a aceptar, a naturalizar, las conductas delictivas de las corporaciones o a asumir que, si alguien tiene dinero, no va a entrar en política a hacerse más rico, porque no lo necesita, lo hace en ejercicio de su libertad, porque quiere. Este mismo supuesto opera cuando se sostiene la escasa autonomía moral de las personas en situación de pobreza para ejercer su condición ciudadana: si pasan necesidades, no pueden pensar. En definitiva, si se manifiestan políticamente es porque les dan un choripán.
Sin embargo, esa interpretación no es la única posible, creo que existe otro modo de interpretar la teoría kantiana que le da al concepto de corrupción una mayor potencia política. Si las esferas del mercado y la política existieran como ámbitos diferenciados que se rigen por lógicas distintas, entonces la verdadera corrupción es permitir que la primera tome control sobre la segunda. Condonar las deudas de empresas con el Estado, financiar la fuga de capitales privados con dinero público, reducir impuestos a exportadores en contexto de déficit fiscal, privatizar empresas a precio vil, contraer deuda pública a tasa usuraria, son todas expresiones de esta especie de corrupción. A diferencia de la otra, la individual, esta corrupción que podemos llamar sistemática, es difícilmente judicializable: todo ello se puede hacer a través de la sanción de leyes, con respaldo mediático y con el beneplácito judicial. Entonces, el sistema republicano entra en total colapso, porque la lógica del negocio amoral se impone en todos los ámbitos de la vida social.
Y ese es el tipo de corrupción característico de los gobiernos antipopulares, que vampirizan las arcas públicas hasta agotarlas. No porque en ellos no se ejerza el otro tipo de corrupción, la individual, muy por el contrario, la predisposición a tener un funcionariado infiel aumenta, porque sus cuadros suelen provenir del ámbito de los negocios en los que se premia y legitima la codicia.
Cuando no queda nada o casi nada por saquear o el humor popular exige su retirada, se sientan cómodamente en la tribuna, a lanzar diatribas contra el proceso político al que le toque el papel de reparar el daño que han causado. Lentamente volverán con su cantinela de la corrupción, señalando los delitos existentes o inventados, desde los que volverán a cimentar su superioridad moral y técnica para administrar el estado. En la medida en que seamos incapaces de entender la complejidad de la corrupción sistemática, volverán a iniciar un nuevo ciclo de saqueo acompañados por quienes creen que la idoneidad moral se compra con dinero, aunque la Historia les grite que esa falacia ya nos costó dos siglos de sudor y sangre.
* Conicet-UMET-UNAJ.