En medio del atascamiento en la autopista, la chica piensa al volante. El monólogo interior se hace soliloquio, el soliloquio canción, con una voz muy chiquita, muy para sí. La canción la impulsa a salir del auto, sale cantando y bailando, abre la puerta de otro auto. De él sale, también bailando, el otro chofer, y ya están saliendo muchos más, hasta que toda la autopista se llena de gente que canta y baila, convirtiendo lo que normalmente es una tortura urbana en fiesta masiva. Masiva y de lo más diversa, integrada por gente de todas las etnias, vestida con todos los colores, que convierte en coreografía sus dones, patinando, haciendo parkour o andando en bici. Un único, ecuménico movimiento de grúa acoge a todos, como se supone hará la ciudad a la que los autos se dirigen, y a la que la letra de la canción eleva su esperanza. Gran escena inicial de La La Land, en la que todo se hace uno: la canción y la cámara, el baile y la ciudad, los colores y la diversidad, la gente y la profundidad de campo, que muestra autos hasta donde llega la vista. Mimado absoluto del pre-Oscar 2017, el opus 3 de Damien Chazelle aspira a hacer de la tragicomedia musical un todo orgánico, en el que cada parte requiere de la otra y todos los elementos se explican entre sí.
Escrita por el propio Chazelle y con música de Justin Hurwitz (que había escrito los de sus dos films previos, incluyendo la premiada Whiplash), La La Land –que en Argentina se estrena con el subtítulo Una historia de amor– no consiste en una mera operación de resucitación del musical. No sólo por ser una tragicomedia, sino por la fusión que practica entre el realismo tirando a pesimista de su pathos y la pulsión al cuento de hadas propia del musical. Relectura del musical entonces, que repone figuras básicas del género en su más estricta versión Hollywood para confrontarlas con discursos ajenos al género. Azar consustancial al género comedia, Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) se cruzan por casualidad no una vez ni dos, sino tres. La primera es en aquella “galleta” de autos en la autopista, donde se intercambian muy poco amables dedos del medio. La segunda, en un club nocturno, en el momento en que el dueño (J. K. Simmons, que en Whiplash había hecho del profesor sádico) está echando a Sebastian, que toca el piano. El encuentro tampoco es amable. Finalmente en un casamiento, donde Sebastian está tocando con un grupo pop, humillantemente disfrazado de tal, y Mia se venga cargándolo. Empieza mal otra vez, termina bien. Gran escena de tap en una de las colinas de Los Angeles, donde los pies de ambos parecen guiarlos literalmente al baile. Bailando nace el amor.
La chica de la escena introductoria venía a Los Angeles a triunfar, y Mia y Sebastian están en eso. Mia quiere ser actriz y mientras se presenta en cuantas pruebas de casting puede atiende el mostrador en la cafetería de la Warner y escribe el libreto de un unipersonal; Sebastian es pianista de jazz pero se le hace muy difícil, porque la escena del jazz languidece. Sueña con poner su propio club y se ve obligado a aceptar el ofrecimiento de un conocido, que lo necesita para tocar el sintetizador en un grupo pop de estadios, con cantantes y bailecitos. Si el conflicto de Mia consiste en seguir probando o volverse a casa, el de Sebastian es venderse o mantenerse como jazzero “puro”. Desde ya que habrá alguna experiencia o angustia personal del propio Chazelle volcada en ambos personajes, pero en función de la película importa poco, ya que está claro que el realizador hizo la película que quería hacer. Chazelle empareja jazz vintage y cine clásico. Sebastian se queja de que en Los Angeles se homenajea mucho pero se ve poco, y la queja corre para ambas cosas por igual: los clubes cierran y en una escena en la que Sebastian y Mia van a un cine a ver Rebelde sin causa, el rollo de celuloide se quema y días más tarde el cine cierra. Sin embargo, la propia Mia, que tiene en su casa un poster gigante de Ingrid Bergman, no parece muy cinéfila. No es la única discontinuidad. Su grupo de amigas aparece en una única escena y luego desaparece para siempre, y con el novio que tiene antes de Sebastian pasa al revés: no se sabe que lo tiene durante unos buenos tres cuartos de hora.
Algo semejante sucede en el terreno de la puesta en escena. Al comienzo Chazelle usa con muy buen resultado algo que Coppola había ensayado en One From the Heart: cambiar la planta de luces en el propio plano, variando así, desde la iluminación, el clima emocional de la escena. Pero luego de ese comienzo deja de utilizarlo, salvo algún caso aislado. La tensión entre el realismo pesimista y el cuento de hadas musical se consuma sobre el final, en una secuencia que es como una ensoñación de la propia película y que contiene referencias a secuencias de musicales clásicos. Sobre todo, Un americano en París. Es un momento brillante, por el modo en que resuelve ese conflicto intrínseco, ciertamente mejor que la secuencia mucho más espectacular del vuelo de ambos amantes, que suena menos orgánica. Si hay algo verdaderamente orgánico en La La Land, es la extraordinaria actuación de Emma Stone, que no deja de crecer como actriz. Y que más allá de que con su cabello pelirrojo parece nacida para una película de tonos saturados, a esta altura es capaz de transmitir la más amplia paleta de emociones, de un modo que pocas de sus colegas pueden. Y todo con esos ojos enormes de animé.