Existe una serie de autores que por medio de la literatura hacen un extraño cambio de identidad: reemplazan su nombre y apellido por el título de una de sus obras. Para muchos lectores, Richard Yates no es Richard Yates; sino el autor de Once tipos de soledad, el maravilloso libro de cuentos que según Kurt Vonnegut debe pasar por la mesa de luz de cualquiera que aspire a convertirse en escritor. Sin embargo, Yates no es sólo once cuentos bonitos; tiene una obra que lo respalda. Una biblioteca construida durante una vida, como pedía Italo Calvino, que empieza con la novela Revolutionary Road (1961) y finaliza con Cold Spring Harbor, publicada seis años antes de su muerte en 1992. En el medio, como si fuese el pico de la montaña que contempla un budista desde un balcón neoyorquino, brilla Liars in love (1981): segundo libro de cuentos de Richard Yates que, a pesar de la cofradía de fans locales, fue traducido por primera vez al castellano de la mano del escritor español Andrés Barba, con el atractivo nombre Mentirosos enamorados.
Es larga la lista de escritores que admiran a Richard Yates; al punto que para explicar su ausencia en rankings de ventas o en canonizaciones tardías, se lo nombra como “un escritor de escritores”. Sin embargo, Richard Yates admiraba o declaraba admirar sólo a uno: a Francis Scott Fitzgerald. En “Adiós a Sally”, el último de los siete cuentos largos de Mentirosos enamorados, el autor de El Gran Gatsby será la sombra que guía al personaje principal Jack Fields, una especie de lejano alter ego de Yates. Luego de estar encerrado en un cuartucho en el Greenwich Village para cerrar su primera novela, Fields viaja a la costa californiana a escribir el guión de su libro. Le ofrecen una cantidad de plata que nunca imaginó ver toda junta. En el camino conoce a la bella Sally que le da nombre al cuento y aire y conflictos al desganado Fields. En cada acción o duda que lo irrumpa, como si fuese un oráculo, Fields se pregunta qué haría Fitzgerald en su lugar, en la aventura hollywoodense que sin voluntad eligió vivir. Un procedimiento similar al que realiza el personaje Bob con Hemingway en “Constructores”, el último cuento de Once tipos de soledad. Entre ambos referentes, Fitzgerald y Hemingway, pendula la obra de Yates. Y del paredón que levantaron los popes de las letras norteamericanas del siglo XX, Yates logra escapar no por mimesis sino saltando por arriba.
Justamente, es una de las frases más famosas de Fitzgerald la que describe en una línea a los personajes que aparecen en los cuentos de Yates. En Crack-up, su ídolo literario escribe “toda vida es un proceso de demolición”. Y es ese continuum en el andar de diferentes hombres y mujeres, esa parábola que puede terminar abajo o arriba o en lo más alto del bajo fondo, lo que logra captar Yates con su cálida prosa. En “José, estoy tan cansada”, el cuento inaugural de Mentirosos enamorados, una escultora amateur es convocada por contactos y azar para modelar la cabeza de Franklin D. Roosevelt. Con el contexto de la Gran Depresión de fondo, Yates narra el auge y caída y, sobre todo, la entereza de una mujer que derrapa con elegancia. Lo mismo sucede en “La prueba” y en “Una chica natural”, en donde Elizabeth y Susan, se desmarcan de relaciones -amistosas y amorosas, respectivamente- que sólo se sostienen por el goce perpetuo al fracaso.
Al igual que Cheever o Alice Munro, Yates en sus cuentos no enfrenta de inmediato a los personajes al conflicto o al drama que deben desenredar. En las primeras páginas los presenta con morosidad, atento a sus deseos, condiciones y características, como si estuviera contando la precuela de la historia que los tendrá como protagonistas. Yates quiere a los personajes de su literatura, los respeta mediante el afecto; sin embargo no es complaciente con ellos aunque los empuje a situaciones penosas; tal como ocurre en el cuento “Mentirosos enamorados”, donde el norteamericano Warren Mathews ensaya un duodécimo tipo de soledad en la periferia de Londres, al convivir con una prostituta que tiene el don de la mentira.
Otra de las virtudes de Yates es que logra narrar vidas ajenas, de distintos géneros y clases sociales. Su método es la observación profunda, no la mera etnografía. Y a ese pozo profundo que es cualquier vida, nos lleva con un humor suave, invisible. Así, al terminar cada cuento, sus lectores nos quedamos “con esa sonrisita estúpida que a veces se ve en la gente que mira accidentes en la calle”. Eso es lo que hace Yates en su literatura: escribe sobre accidentes de gente común, de “vagabundos del arte”, de veteranos de guerra, de amores rotos, de escritores que pasan más tiempo sujetando botellas que novelas. Hechos ordinarios que en su prosa marcan lo extraordinario de toda vida; acontecimientos que al atravesarlos nos dejan la sensación de que al final el tiempo todo lo acomoda, o no.