El principio fue la Sonata para piano en Si menor, de Franz Liszt. Sobre ella, como crítica, cotejo o comentario, se injertaron otras músicas que la atraviesan, la transforman, pero no la entorpecen. Así nació lo que se llamó Autodeterminemos nuestras hipotecas, un espectáculo que el Grupo de Acción Instrumental de Buenos Aires presentó en junio de 1973 en el Teatro Coliseo. Esa fue la matriz de La pieza de Franz, la película que sobre ese espectáculo realizaría un año más tarde Alberto Fischerman. De la música a las músicas, de ahí a la escena y finalmente el cine. Una obra progresiva en tres etapas cuya versión integral se presentará por primera vez en el Teatro Nacional Cervantes.
Gestos y músicas de Vivaldi, Chopin, Beethoven, Brahms, Debussy, Schönberg, Ravel, Satie, Cage, Berg, Mussorgsky, Cowell y Piazzolla, abren y encuentran su espacio en el entramado de una de las grandes páginas del repertorio pianístico. “Todas esas presencias reforman el interior de la Sonata de Liszt, que se refleja en esos cristales y sigue su propio rumbo hasta el destino final”, dice Margarita Fernández, una de las artífices del Grupo de Acción Instrumental, junto a Jorge Zulueta y Jacobo Romano. Pianista, compositora, performer, figura indispensable para entender los desarrollos de las vanguardias en Argentina, Margarita Fernández es esencialmente una refinada erudita en cuestiones musicales, además de una exploradora voraz de las posibles prolongaciones de la música en el teatro, el cine y más allá.
“La Sonata de Liszt es una obra que en su naturaleza está llena de anuncios y sobre todo está impregnada del afán de excederse a ella misma, de vulnerar fronteras. Por eso la elegimos para intervenirla con otras músicas, porque podía llamarlas, contenerlas, interactuar con ellas. Así fue como el proyecto se transformó de un hecho musical en un hecho escénico de una índole particular, y de ahí pasó a medirse con el cine. Eso es lo que sucedió progresivamente en ese proyecto que ahora llamamos globalmente La pieza de Franz, pero que en sus orígenes se llamó Autodeterminemos nuestras hipotecas.”
Como muchas de las elaboraciones del Grupo de Acción Instrumental, aquel nombre primigenio nació de un chispazo, de la transformación súbita de la oportunidad. “En el grupo siempre hubo una dificultad primaria, que tenía que ver con definir el género de lo que hacíamos. Efectivamente no éramos música de concierto, tampoco teatro... ¿Qué éramos? Posiblemente algo que entonces no existía. El nombre Grupo de Acción Instrumental de alguna manera nos definió. Pero el problema subsistía cada vez que había que titular una obra”, recuerda Margarita. Así aparece la anécdota sobre el modo en que surgió el nombre Autodeterminemos nuestras hipotecas. “Una noche, en una reunión después de un ensayo, estaban Alejandro Szterendfeld, que era un hombre ligado al jazz, y mi marido, que también era jazzero. Conversaban animadamente aparte. Yo estaba cerca de ellos, con Jacobo Romano, hablando de música. De pronto escucho que mi marido le dice a Szterendfeld levantando la voz: ‘pero escúchame, no vamos hipotecar nuestra autodeterminación’. Enseguida, con Jacobo, hicimos el juego de palabras y salió el título”, cuenta la pianista. “Fue algo congruente con el modo en que recibíamos nuestra vivencia musical y cómo pesaba sobre nuestro trabajo, que tenía que ver con transformar lo ya existente, probar a insertarlo en otro contexto y al mismo tiempo recibir su peso vivencial”.
El proceso de lo que culminaría en La pieza de Franz es un ejemplo radical de esa idea sobre la que el Grupo de Acción Instrumental trabajaba desde hacía diez años. Pero además fue la posibilidad de documentar ese trabajo. “Nosotros no teníamos registros de lo que habíamos hecho como grupo. En distintos espectáculos habíamos trabajado sobre la música de Erik Satie, John Cage, Arnold Schoenberg y una obra que tomó el título de una serie de grabados que hizo Max Ernst –La mujer de cien cabezas– que a su vez presentaba una partitura inédita que Georges Antheil había compuesto sobre los mismos grabados. No teníamos nada, ni siquiera una partitura. Trabajábamos en el momento, tomábamos notas, apuntes. Pero después desaparecía”, recuerda Margarita. “Acercarnos al espacio cinematográfico nos permitía documentar el trabajo del grupo. En La pieza de Franz hay además citas de aquellas obras que jalonaron nuestra vida artística, incluso aparece la figura de ‘La blanca jugadora de billar’, que encarnaba Ana María Stekelman en La mujer de cien cabezas”, describe.
Margarita Fernández habla con convencimiento, pero al mismo tiempo hilvana cada palabra con la suavidad de quien entiende que reconstruye una larga memoria. “Fischerman fue un coautor, sin dejar de adherir a esa idea que movilizaba al grupo: ‘El cine escucha la música como un discípulo escucha a su maestro’. Sobre eso le dio la envolvente política, la signó de una mirada crítica”, recuerda. La obra quedó firme en la banda sonora de la película; sin embargo, para la pianista la vitalidad no está en lo cifrado. “Para mí era importante también proponer la sonata en vivo. Por una cuestión tal vez más sutil y más borrosa, que tiene que ver con mi idea de recuperación, oscilante entre el recuerdo y el reconocimiento del tiempo que ha pasado. Jorge Zulueta tocará esa gran sonata, que contiene además todo lo que ha devorado. Tal vez la toque con algunas variaciones respecto a aquella versión. Pero no es olvido ni omisión. Es en reconocimiento del tiempo que ha pasado”, concluye.