Los muertos del Riachuelo, nouvelle de terror de tintes alucinatorios, explora uno de los vértices más interesantes de la literatura de género. Libro que trae consigo ecos de George A. Romero, sí, pero atravesados por un pandemonio de circunstancias argentinas, que hacen de esta pequeña gran historia, una aventura funambulesca por los arrabales del conurbano más oscuro y maldito. El narrador, un cronista de formación científica decide adentrarse en uno de los acontecimientos mejor “tapados” de la historia nacional (“Alguien de muy arriba lo había tapado todo…”), afirma iniciando así una narración truculenta. Un hecho singular ocurrido lejos de la mirada del público: La noche en que los muertos salieron del Riachuelo.
Nimo tomó como premisa un símbolo como los 64 kilómetros del Riachuelo, e hizo de él, el eje de la narración. El 6 de enero de 1997 –unas dos semanas luego del asesinato del reportero gráfico y fotógrafo José Luis Cabezas–, el evento climático denominado Fenómeno El Niño, causó, entre un aguacero inigualable y grandes destrozos en todo el territorio bonaerense, una sucesión de descargas eléctricas sobre las oscuras aguas del Riachuelo. En consecuencia, y por alguna extraña razón (presumiblemente a causa de la mezcla de cadmio, mercurio, cobre, zinc, cromo, plomo y sustancias extrañas halladas en esas fétidas aguas), los muertos comenzaron a emerger del Riachuelo... vivos. Muertos, cabe decir, que fueron víctimas de algún horrendo crimen (violados, torturados, arrojados al agua desde los aviones, etc.). Cuerpos jamás recuperados, y por ende, que permanecían “desaparecidos”. Algunos de ellos llevaban sumergidos más de medio siglo, otros, apenas varios años. De más está decir que muchos, aún yacían sin identificar. Al Riachuelo, en ese sentido, el tiempo lo convirtió en una especie de morgue. ¿Pero por qué los muertos atacan a los vivos? Ahora bien, cada cadáver hinchado, desfigurado por la descomposición, no ataca a otros más que a sus asesinos. Víctimas que buscan a sus victimarios. Nimo lo explicita, estos muertos no matan por azar. Son bien “vivos”, saben dónde encontrar a cada asesino. Y lo hacen expeditivamente. El placer del desquite en su absoluto esplendor.
Estamos ante crímenes que salpican las fuerzas policiales y militares, también. La nouvelle indaga esos matices, la impunidad que fue (es) moneda corriente; Los muertos del Riachuelo, en parte, como fábula del Estado asesino y corrupto. Notablemente fuerte es el capítulo donde se hace referencia a los vuelos de la muerte. El fantasma del Proceso tiene su página más oscura. Pero Nimo no cae en lo predecible, en el golpe bajo, en la sátira negrísima, sino en el valor riguroso de una narración sólida. Resulta un acierto que el cronista –quien glosa paso a paso los episodios sucedidos una noche de tormenta hace más de veinte años–, sea un narrador que especula, uno que avanza paradójicamente con cada caso, llegando a considerar que “cuando lo posible no concuerda con los hechos, lo improbable es la única respuesta”; perspectiva narrativa que ayuda al lector a elaborar un grado de atención mayor, queriendo explicar a cada vuelta de página, los hechos macabros.
Desde el punto de vista estilístico, Nimo es dueño de una prosa seca, precisa, que brilla gracias a un exquisito uso de la ironía (“Lo puteaba y lo tuteaba a pesar de que no lo conocía”). La coloquialidad juega a favor de la verosimilitud del relato. Frases de doble filo abundan a lo largo de los breves e intensos diez capítulos; un estilo narrativo permeable a la sagacidad de las circunstancias, lo que incluye una crítica corrosiva al menemato, el modelo neoliberal de los 90 (en ese aspecto es interesante recuperar ciertos nombres de una época poco feliz, María Julia Alsogaray, a la cabeza, y abordar temas tan espinosos como aquellos que ayudaron a privatizar una era). La originalidad del argumento es notable. Agil, desenfrenado. Libro que trae a colación Volveré y seré millones de Matías Pailos, publicada durante el kirchnerismo. Muertos que nos hablan, que no quieren, no deben morir.