En un artículo crítico publicado hace ya varios años –estrictamente, en el comienzo del proyecto de Historia crítica de la literatura argentina, por 1999–, Jorge Panesi anotaba que la historia de nuestra literatura era siempre un tipo de proyecto con el cual la crítica terminaba rindiendo cuentas. Podríamos decir: un intento de relato, a veces fragmentado, a veces más narrativo, casi siempre polémico, que hacía las veces de juez frente al cual la crítica presentaba sus credenciales. Daba testimonio, también: de lo que había hecho, de lo que había pensado en un período, de lo que consideraba pertinente leer y de cómo lo leía. No olvidemos que el gesto de analizar la literatura argentina fue, desde su complejo origen (¿y cuál no lo es? ), histórico: se sabe que Ricardo Rojas, para armar la cátedra de Literatura Argentina en la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires, tuvo que escribir esos tomos que Borges consideraba más largos que toda la literatura nacional. O que, en la segunda mitad del siglo XX, el grupo Contorno modernizó la crítica literaria armado de una lectura política e histórica sobre el hecho literario.
La salida del último tomo de Historia crítica de la literatura argentina viene a completar esta breve serie, finalizando el proyecto íntegro de Jitrik, pero también aportando claves de lectura para pensar la literatura producida en el período más lacerante para nuestro presente: el de la dictadura y de la posdictadura. Por eso, el subtítulo que Jorge Monteleone, el director del tomo, propuso, “Una literatura en aflicción”, no puede ser más elocuente: cada uno de los artículos reunidos en el tomo avanza sobre diversos aspectos de la narrativa, poesía, y hasta música e historieta del período recortado, entreviendo la compleja relación de estas producciones estéticas con respecto al contexto que le tocó vivir. La literatura, así, en líneas generales, aparece entonces como un cuerpo textual que por momentos menciona, por momentos da entender, por momentos discute y por otros denuncia los hechos. ¿No hay, en esa “aflicción” que remarca el subtítulo, un intento por mostrar un clima general, un sentirse afectado por la historia que la literatura, que la crítica, sobre todo, quiere tomar como punto de partida para su operación? Si la historia (literaria) es el juez, mejor, el guardián ante las puertas de la ley que la crítica debe enfrentar, qué mejor que confesar, antes de cualquier testimonio, que las cosas que han sucedido no le son para nada indiferentes.
“Me atraía la idea de ser contemporáneos de la misma literatura que analizábamos, que pensábamos, y que este libro fuera también una especie de biografía personal, cuya precariedad y relativismo constituyera una fuerza comprensiva y no una debilidad”, dice Jorge Monteleone, pensando en los motivos y complejidades que lo llevaron a hacerse cargo de la dirección del cierre de uno de los proyectos históricos y críticos más importantes de nuestro panorama intelectual. “Digo esto sobre todo porque el período estudiado estaría atravesado por la tragedia y el duelo, por la herida sin sutura y la aflicción que requería de esa apuesta por comprender y conjurar en la memoria aquello que no puede ser olvidado. Estoy seguro de que ese conjunto es extremadamente fragmentario y que en unas décadas serán evidentes aspectos que ni siquiera hemos percibido, junto a otros que pudimos precisar. Pero creo también que los problemas planteados ofrecen un perfil cierto de problemáticas que nos desvelan ahora y que es, aunque parcial y tentativa, una iluminación del presente”.
¿Considerás que algo de tu perfil como crítico, como escritor que piensa a la literatura como parte también de un ejercicio de análisis y estudio, te llevaba a coordinar este último tomo?
–Habría que recuperar varias cosas para poder responder esa pregunta. En principio, el proyecto de la Historia crítica de la literatura argentina comenzó hace unos veinte años, cuando Noé Jitrik, a instancias de una estimulante idea de Alejandro Horowicz para la editorial Emecé, y en esta etapa final con el gran apoyo de Alberto Díaz, convocó a investigadores vinculados al Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, a través de diversas cátedras o desde el Conicet, a codirigir y realizar esa obra en doce tomos, con una reflexión crítica sobre el conjunto de toda la literatura argentina desde los tiempos de la Colonia hasta la dictadura de 1976-1983 y la posdictadura. En ese momento, los directores de cada volumen elegimos un período que sentimos afín a nuestros intereses, y en mi caso se trató de una fuerte necesidad de autocomprensión del período de la dictadura que yo había vivido y padecido, cuando estudiaba Letras y formaba parte, desde muy joven, de la revista Ulises, junto con Horacio Tarcus, y de la revista Sitio, en la que estaban Luis Gusman, Eduardo Grüner, Ramón Alcalde y donde también estaba, joven como yo, Luis Chitarroni. En ambas revistas, publicadas durante la dictadura, comencé a escribir sobre poesía. Tiempo después, había comenzado a investigar y escribir, desde 1989, varios ensayos críticos con diversas hipótesis sobre la poesía escrita en la dictadura, la cuestión de la mirada en el contexto de la desaparición forzosa de personas, el modo en el cual los poetas lidiaron con una lengua culpable. Todo eso me llevó a elegir el último volumen de la serie, el 12, que era problemático a priori, porque contaba con la contemporaneidad, que es difusa, y con cuestiones demasiado candentes que necesitaban de una distancia temporal para ser comprendidas. Pero en ese esfuerzo complejo, de hablar sobre el presente, de plantear una distancia sin huir de la aflicción que implica el período, creo que se resume una de las claves de lectura de este tomo.
Entre relámpagos
Los artículos del volumen 12 de Historia crítica de la literatura argentina recortan, desde aspectos que coinciden con la perspectiva de los investigadores firmantes, ese flujo literario variopinto del período para proponer modos de lectura. En definitiva, está también por detrás de cada análisis el punto de vista particular del responsable y la manera en que piensa la relación entre crítica y literatura. Paola Cortés Rocca, por caso, en “Narrativas villeras. Relatos, acciones y utopías en el nuevo milenio” entiende a la producción literaria de posdictadura bajo la idea de dispositivos de visibilidad que dejan ver la “villa” como un espacio fundamental de los modos de socialización, de vida, para decirlo directamente, en la realidad latinoamericana. La villa de César Aira o La virgen cabeza de Gabriela Cabezón Cámara son dos textos por demás importantes que permiten ver esas operaciones. Pero después, trabajos como los de Dardo Scavino (“Gelman, Saer y la poesía de los últimos tiempos”) o el de Martín Kohan (“Mapa tentativo de una contemporaneidad”) vuelven más sobre la letra de las producciones analizadas, más sobre sus operaciones formales, construyendo así un mapa de la crítica contemporánea, además de un rastreo y un estudio de la literatura del presente, ese “relámpago” que Monteleone nombra en la “Introducción” al tomo. “Escribí en este volumen que, como decía Benjamin, ‘adueñarse del pasado es captarlo en un relámpago del presente’”, agrega el director del volumen. “Este libro testimonia que la dictadura más sangrienta de la historia argentina, la de 1976-1983, es el agujero sombrío que atraviesa y tensiona toda la literatura del período, y por eso a menudo llamamos ‘literatura de la posdictadura’ a lo que siguió. ¿Cómo hablar, cómo nombrar este hecho para comprender? Como tantas veces, recurrí a Benjamin, que produjo sus tesis sobre la filosofía de la historia en el marco de su propia persecución frente a la amenaza del genocidio nazi”.
¿Cómo pensás que, en los movimientos críticos particulares reunidos en el libro, se trabajó ese “agujero” en la historia?
–Una de las preguntas que permite pensar en la literatura de la época es acerca de la representación y el nombre. ¿Cómo representar? ¿Cómo nombrar? Ese agujero que no puede suturarse supuso también una afección en la lengua. El contra discurso que obra en la literatura de este período no consistía en realizar un trabajo de duelo sino en inscribir un trauma, sostener una aflicción e historizarla. La literatura es uno de los lugares más propicios para realizar ese acto y fue por eso, en ese acontecimiento traumático, el lugar nombrado de la aflicción. Toda la primera parte del volumen está destinada a pensar este problema, por ejemplo con el ensayo crítico de Gustavo Lespada, que se dedicó en varios de sus trabajos a pensar la representación de lo irrepresentable, cómo escribir después de un genocidio, y se cruza con esa cuestión en el trabajo de un crítico brasileño, Idelber Avelar, el autor de Alegorías de la derrota, en cuya obra está tratado el trabajo del duelo en la posdictadura. El trabajo de Demian Paredes, por caso, cartografía los textos referidos a la dictadura, a los modos de contarlo, pero en los de Cecilia González, Maximiliano Crespi y Ana Orsi, el punto de vista se traslada al relato del testimonio, la militancia, el exilio en los años setenta y también otro aspecto vinculado: ¿cómo se historizan esos años sin suturarlos, sin la asepsia de una reflexión distante, sin cerrar el debate?
La lengua del testimonio
Si la idea es revisar los modos en que distintas obras dialogan con el presente, la revisión de los mecanismos internos, de los procedimientos específicos, se convierte en un asunto central que no sólo está determinado por el modo de lectura del crítico, sino también por el tipo de estrategia dispuesta en lo leído. ¿Cómo hacer para nombrar el vacío? ¿Cómo hacer para dirigir una mirada? Cada texto parece resolverlo según sus modos. “Uno de los poemas emblemáticos de la época es ‘Cadáveres’, de Néstor Perlongher. No es un poema testimonial, sino todo lo contrario, pulveriza el referente”, cita Monteleone, a los fines de ver un ejemplo concreto de estas preocupaciones literarias. “Sin embargo, un verso se repite cincuenta y cuatro veces: ‘Hay cadáveres’. Y la última vez que se repite, la número 55, adquiere la forma de la negación: ‘No hay cadáveres’. Ese ritmo debe ser asumido, esa contradicción merece ser conjeturada, explicada. El poema no resuelve el duelo: lo aviva y lo hace con los recursos del neobarroco, en una irisación de significantes. Y en el ritmo mismo del poema se inscribe aquello que ocurría en 1982: esa negación conclusiva de la evidencia –‘no hay cadáveres’– es el efecto invertido, reprimido, de lo que todo el poema declara una y otra vez, pero a través de la lengua, la ‘hinchazón del español’, como escribió Perlongher”.
“Ese mismo año”, continua Monteleone, “después de un largo silencio, recluida en el Delta, Diana Bellessi publica Tributo del Mudo. Escribe acerca de la naturaleza sagrada, reinventa el paisaje, habla de una concubina china que se volvió sacerdotisa del Tao. Pero el Mudo es el símbolo del poeta en los tiempos oscuros. No dice nada, no denuncia nada, pero de pronto en el poema aparece, en medio del rojo de los pinos y de los pájaros de pecho rojo, el verso: ‘y de cuerpos mutilados’. Los cuerpos arrojados al Río de la Plata que flotan hacia el litoral, el rojo de la sangre en el rojo del paisaje. Un solo verso. Es difícil sustraerse a esta marca y a la vez la elección no es fatal sino histórica y razonada: siento que corresponde a nosotros testimoniarlo y en efecto muchos artículos del volumen lo manifiestan”.
Una hipótesis de lectura interesante, que coincide con la perspectiva de varios críticos y que se ve, sobre todo, en narrativa, es la de la relación entre la dictadura y la distancia temporal de los escritores con el hecho, marcado por el recorte generacional. ¿Por qué la importancia de este modo de lectura para avanzar sobre las obras del presente?
–La impronta generacional también es inevitable y los modos de narrar los hechos van mutando. Cuando Ricardo Piglia publica Respiración artificial, la relación entre la experiencia y el sentido es oscura y debe ser transmitida en clave, como reza el epígrafe de T. S. Eliot que precede la novela y que Piglia ni siquiera traduce del inglés. Dice: “Tenemos la experiencia pero perdimos el sentido,/ y aproximarnos al sentido restaura la experiencia”. Se narra “entre líneas”, como decía Leo Strauss en un artículo publicado en Sitio. Pero ¿cómo narra la dictadura alguien que era un niño de ocho a diez años en 1976, que estaba en la escuela primaria? Todo ha cambiado. El punto de vista es el de alguien que recuerda un saber a medias, un saber infantil que solo a posteriori puede reconstruirse: no se trata de narrar en clave, sino de completar lo que falta. Eso aparece en las novelas de narradores como Martín Kohan (Dos veces junio) o Laura Alcoba (La casa de los conejos), por ejemplo. En cambio la generación que sigue, que es la generación de H.I.J.O.S., cambia otra vez el punto de vista, como en Los topos, de Félix Bruzzone, que nació en 1976 y es hijo de desaparecidos. Trabaja con los materiales intolerables de la experiencia pero se permite con ellos algo que nadie se había atrevido a intentar con dichos materiales: la comicidad, la distancia del sarcasmo, la irreverencia, y también lo fragmentario, lo infundamentado, lo incomprensible, lo fortuito. No hay heroísmos en su relato. Pero el fenómeno es complejo, porque para la narración de Bruzzone no sólo ha pasado el tiempo, también ha pasado César Aira, la liberación de Aira que escribía, entretanto, poniendo en cuestión la noción misma de verosimilitud. Una historia crítica de la literatura recompone esta serie, revela estos matices, aunque no es posible diferir del hecho traumático, sino establecer las diferencias narrativas.
Otro aspecto importante en la literatura de la época es el de la ficción policial, de la que se ocupa un refinado especialista, Ezequiel de Rosso. Pero una de las preguntas del policial es ¿cuál es la ley que debe ser restaurada? Y ¿quién la representa? Porque durante la dictadura ¿cuál es el lugar de la ley? ¿Cómo escribir policiales en un medio donde el lugar de los que deben proteger la ley está tergiversado por la ilegitimidad? Todas estas son cuestiones apasionantes, que no eluden el hecho traumático, pero no son serviciales al lamento, a la victimización sentimental, al documento, sino a la comprensión, aunque sea a la conjetura, como un duro ejercicio de diamante que raya lo que parece transparente.
Infancia e Historia
La salida de este último volumen de Historia crítica de la literatura argentina coincide con la publicación de El centro de la tierra (lectura e infancia), un libro en donde Monteleone retoma su propia biografía de lector. Allí, prima la idea misma de la infancia como un reservorio mítico en donde se construye, más retrospectivamente que de cualquier otro modo, el propio camino de la vida entre textos. “Mi biografía de lector infantil está hecha con el olvido suplantado por la invención: los relatos de lo leído en la infancia es todo lo que resta de aquella vida”, sigue Monteleone. “Pero hay un homenaje en este libro (escrito por encargo de la colección sobre la lectura, que debo agradecer a Graciela Batticuore) y que imaginé mientras editaba y prologaba Infancia en Berlín hacia 1900. Corresponde a esa lectura crítica de Walter Benjamin: lo que él llamaba ‘salvación’(Rettung, en alemán, que también es ‘rescate’) no sólo correspondía a la liberación social de los individuos, sino también al acto de apropiación de las huellas dispersas de lo acontecido, no mediante una reconstrucción documental, sino a través de una imagen que emerge en una palabra. Esa palabra en este libro está inscrita en las lecturas de la niñez, y en tal sentido para mí esa lectura fue salvadora, porque no sólo reconstituye la biografía como experiencia literaria, sino que ha sido también la redentora de la aflicción, de hechos traumáticos que puntuaron toda mi vida. Hechos no sólo personales, también históricos: pasé los primeros veinticinco años, momentos formativos y fundamentales, bajo dictaduras y períodos democráticos de alta volatilidad. El centro de la tierra es otra figura del libro vinculada a Julio Verne y a un nombre familiar, el abuelo comunista, que trabaja la tierra y me regala la novela Viaje al centro de la tierra, donde hay una inscripción en rúnico del explorador que hay que descifrar. Me gusta esa metáfora: el espacio de un relato inmemorial, cifrado para alcanzar el centro del mundo, en medio de la materialidad y la supervivencia. No se trataría entonces de un centro vacío en el sentido estructuralista, sino de un hueco mitologizado, de un vacío pleno en la cual está la infancia: por un lado inalcanzable porque se ha perdido para siempre y, por otro, cíclica en el acto de la lectura, en el que regresa.
Vacío, trauma, agujero, relámpago: ¿pensás que esas son las metáforas, las herramientas lingüísticas, en definitiva, que nos pueden servir para pensar no sólo nuestros presentes, sino también el presente de nuestra historia?
–Articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido, sino se trata de adueñarse de un recuerdo. Para volver a Benjamin y a ese relámpago del presente, ese pasado se apropia “tal como este relampaguea en un instante de peligro”. ¿Y cuál es ese instante de peligro? La posibilidad de que la historia ominosa se repita. Como lo demuestra la historia aquí y en el mundo, nunca estamos completamente libres de la amenaza, siempre acecha y sentimos que un ejercicio permanente de comprensión y alerta es uno de los modos para conjurarlo. Benjamin lo escribía así, dramáticamente, “ni siquiera los muertos están a salvo del enemigo, y el enemigo no ha dejado de vencer”. Nombro un ejemplo. Mientras escribía el prólogo y el cierre del volumen de Historia crítica de la literatura argentina, supe que el Pozo de Vargas, en Tucumán, un foso de 40 metros que la dictadura había abierto para arrojar los cadáveres de 140 víctimas, todavía estaba siendo vaciado. Y que hoy, después de años, recién han podido exhumar los restos. Yo sentí que ese agujero era una herida abierta, un puntazo, una punción en el cuerpo social que no cicatriza, que no puede suturarse. No hay conciliación posible y no hay olvido.