Corría el año 1994 cuando Jafar Panahi, quien hasta ese momento sólo había realizado un puñado de cortometrajes, se mantuvo ocupado durante algunas semanas trabajando como asistente de dirección en el largometraje Detrás de los olivos, sin lugar dudas una de las grandes obras del período intermedio del realizador iraní Abbas Kiarostami, fallecido hace poco más de dos años en París, en un semi exilio nunca asumido públicamente. Casi veinticinco años más tarde, el director de El globo blanco, Offside y El círculo homenajea a su maestro, no tan indirectamente, en su más reciente creación: 3 rostros. Las conversaciones a bordo de un automóvil estacionado o en movimiento, las relaciones lineales y en escorzo entre los personajes y quienes los interpretan, la idea del cine dentro del cine, los detalles de la última escena (un plano-secuencia de una serpenteante ruta de tierra, la cámara emplazada a cierta distancia) remiten no sólo a aquel film-espejo, en el cual el joven Jafar Panahi dio sus primeros pasos en la industria, sino a cierta poética de la narración que Kiarostami llevó a su grado máximo de profundidad y belleza. Reconocido y celebrado en todo el mundo, Panahi es, sin embargo, una suerte de paria en su país de origen, un cineasta a quien el estado iraní viene castigando desde hace una década con la imposibilidad absoluta de ejercer su oficio (en coincidencia con una condena a prisión domiciliaria) o bien, en tiempos más recientes, con la prohibición de estrenar sus películas en el territorio en el cual fueron creadas. Luego de un par de títulos que adherían al cine familiar del cual Kiarostami también supo formar parte, El globo blanco y El espejo –un tipo de relato que, a pesar de su temática aparentemente inocua, permitía a los realizadores hacer gala del sofisticado arte de la metáfora–, Panahi comenzó a tensar la cuerda de la rebeldía. Los primeros problemas con la censura llegaron con El círculo (2000), un retrato de cuatro mujeres en la Irán contemporánea, todas ellas enfrentadas, en mayor o en menor medida, a rígidas imposiciones sociales, culturales y religiosas. La imagen de una mujer pitando un cigarrillo en secreto en las calles de Teherán, con el miedo a ser detenida por la policía a flor de piel, es un preciso símbolo de la opresión. La película ganó el León de Oro en Venecia, recorrió los mil y un festivales y consagró a su autor como uno de los más importantes cineastas iraníes de su generación. Hasta el día de hoy, la exhibición de El círculo sigue estando prohibida en la tierra natal de Panahi.
En una famosa entrevista realizada por el periodista canadiense Doug Sanders siete años más tarde, luego de una primera condena de seis años por “trabajar en contra del sistema iraní”, Panahi afirmaba que había comenzado su carrera haciendo películas para niños porque “era una manera de decir las cosas que queríamos decir en los films para adultos. Dadas las circunstancias, elegíamos ese formato porque era mucho menos probable que tuviéramos problemas con la censura. Pero todo se puso peor y peor con el correr del tiempo y puedo decir que el último año, año y medio, ha sido el período más oscuro de la cinematografía iraní”. Esas palabras reflejan el destino de proscripción de Offside (2006), una historia sobre un grupo de adolescentes que decide ingresar a un estadio para ver jugar a su equipo de fútbol, disfrazadas convenientemente de niños. En varios sentidos, 3 rostros –que se estrenará en la Argentina el último jueves de diciembre, luego de un recorrido internacional que comenzó en el Festival de Cannes, donde obtuvo el premio al Mejor Guión– continúa profundizando ese interés por las condiciones de vida de las mujeres en Irán, en este caso representadas en la ficción (y, en parte, en la realidad) por tres generaciones de actrices: una ex estrella del cine, famosa en los tiempos previos a la Revolución Islámica de 1979, una reconocida figura de la pequeña y la gran pantalla contemporáneas y una joven aspirante a actriz que dispara el relato con un video grabado en su teléfono celular. De una aparente, engañosa sencillez, la última película de Panahi (como sus últimos títulos, rodado en la semi clandestinidad) es un conmovedor retrato del estado de ciertas cosas, además de una ingeniosa comedia de costumbres atravesada por el drama cotidiano de la condición femenina. A diferencia de otros cineastas, Panahi decidió quedarse en su país y afrontar las consecuencias de las penas legales impuestas sobre su persona y su arte, realizando durante los últimos años un puñado de largometrajes que han ido reflejando indirectamente el lento reblandecimiento de ese castigo, desde el film de encierro Esto no es un film (exhibido en Cannes luego de ser contrabandeado en un pendrive) a la más reciente Taxi, donde las libertades obtenidas le permitieron interpretar un alter ego de su persona a bordo de un automóvil de alquiler. En esa misma entrevista de 2007, el director nacido en 1960 en Mianeh, en la provincia iraní de Azarbaijan, confesaba que “no suele ser el mejor abordaje comprometer tu punto de vista, al menos hasta que no quede nada de tu persona original. O dejar todo de lado y abandonar el país. Creo que es valioso quedarse y mantenerse firme. Los censores realmente apreciarían que la gente se fuera del país, eso es lo que están intentando hacer”.
Ficción y realidad
3 rostros comienza con un video grabado verticalmente, ese nuevo y alargado formato que los usuarios de teléfonos móviles insisten en poner en práctica a pesar de su escasa conveniencia. En modo selfie, una joven de un pueblito rural llamada Marziyeh Rezaei –interpretada por una actriz del mismo nombre– declara a cámara, con lágrimas en los ojos, que su último deseo antes de quitarse la vida es que esas imágenes y sonidos lleguen a los ojos y los oídos de la célebre actriz Behnaz Jafari (la mismísima Behnaz Jafari, de larga trayectoria en su país y uno de los rostros inolvidables de Shirin, el film de Kiarostami conformado exclusivamente por primeros planos... de actrices). La chica quiere dejar su casa paterna e irse a estudiar actuación a un conservatorio de Teherán, pero su familia y un grupo de vecinos excesivamente conservadores no quieren saber nada al respecto, optando en cambio por un casamiento arreglado. El breve e intenso video termina con la imagen de Rezaei poniendo una soga alrededor de su cuello, antes de que el teléfono caiga al vacío y termine congelado en la imagen de una piedra. Corte a Jafari, a bordo de un automóvil conducido por Jafar Panahi. El personaje interpretado por el director se llama, previsiblemente, Jafar Panahi. Pero no se trata aquí de que cada uno de ellos interprete estrictamente una versión de sí mismo; más bien, como ocurría en Close Up, la obra maestra de Kiarostami, la realidad invade la ficción y se entrevera con ella hasta ser indisolubles. Alter egos o personalidades paralelas, poco importa. La discusión que sigue, mientras viajan al poblado en busca de alguna pista que indique si el suicidio fue real o se trató de una farsa, gira alrededor de cuestiones como la fama, el trabajo, el lugar de la mujer y, desde luego, cuestiones formales que hacen a la hechura cinematográfica. ¿Hay un corte entre el primer plano de la joven y el de la caída del teléfono? ¿Podría alguien sin experiencia profesional como montajista tener el suficiente talento para hacer pasar una reconstrucción, una ficción, por realidad? Ese largo plano extendido, en el cual la cámara gira 360 grados mientras Panahi habla por teléfono con su madre y Jafari se seca las lágrimas que siguen brotando de sus ojos, anticipa varios de los placeres y dolores que 3 rostros esconde y revela entre sus pliegues narrativos.
La llegada al pueblo marca el inicio de una pesquisa, complicada por el hecho de que la mayoría de los lugareños no habla farsi sino el azerbaijani, una variante del turco. La otra complicación viene de la mano de una errónea suposición de los habitantes del lugar, quienes creen que la visita de la célebre actriz está relacionada con alguna promesa de mejoras estructurales, edilicias o en la ruta que desemboca en el poblado. Antes, arriba en la montaña, la explicación de unas extrañas pero efectivas reglas para circular en el angosto sendero que colinda con el vacío (un bocinazo significa una cosa, dos tal otra, uno largo otra muy distinta) marcan la entrada a un universo extremadamente diferente al de la gran ciudad. La respuesta a la incógnita central se develará rápidamente, haciendo gala de su cualidad de simple excusa, pero ocurrirán otras (muchas) cosas. Una mujer vive en uno de los extremos del pueblo, casi como una ermitaña, una mujer que fue famosa y que supo actuar y cantar y bailar en películas pre revolucionarias, condenada luego a un ostracismo oficial que los lugareños no han hecho más que potenciar con sus prejuicios. Ese tercer rostro nunca será mostrado en la película y permanecerá en un fuera de campo tan misterioso como el mismo personaje. Como las de la ruta del film, las reglas de juego que pesan sobre la figura de Panahi también son particulares. En la conferencia de prensa realizada en el Festival de Cannes una placa indicaba el nombre del realizador, delante de una silla y un micrófono vacíos, símbolos de la imposibilidad del autor de salir del país. Sin embargo, a la película en sí misma se la autorizó a viajar, como así también a las dos actrices principales, al director de fotografía y a una de las montajistas. Fue precisamente esta última, Mastaneh Mohajer, con el pelo siempre a punto de salirse de un nada apretado hiyab, quien afirmó, en un momento emotivo del intercambio con los periodistas, que “esa actriz del pasado que no se ve en la película marca una ausencia que, paradójicamente, se siente aún más por esa misma razón. Tal vez ese sea el mensaje: la presencia física de alguien puede ser restringida o eliminada por las autoridades o bien por el paso del tiempo, pero la presencia artística, que es la que tiene mayor relevancia, no puede ser borrada. El sueño de Panahi es poder mostrar sus películas en Irán. En particular ésta. Sin embargo, ese no ha sido el caso. 3 rostros no es particularmente política y podría transcurrir en cualquier lugar del mundo. Pero Panahi siempre estuvo, de alguna manera, a la vanguardia de la representación de la mujer en el cine iraní. Casi todas sus películas están relacionadas con la cuestión femenina y eso tiene una llegada que excede los límites de Irán, más allá de cualquier particularidad”.
Una parcela de libertad
Por cada dolor personal y colectivo, por cada sufrimiento silencioso, por cada cerrazón al deseo de acceder a una parcela de libertad, Panahi accede a regalarle al espectador la posibilidad de la empatía. Y lo hace, en parte, gracias a cierta ligereza que atraviesa la película a pesar de sus temas centrales. Cineasta poco afecto al ensañamiento y mucho menos a la crueldad, su pintura de la aldea –tan particular como universal– nunca permite el ingreso de la solemnidad autoimpuesta o el regodeo en las miserias humanas disfrazado de gravedad. El machismo exacerbado del hermano mayor de Marziyeh, la chica que quiere ser actriz, encerrado por su propia madre en una habitación mientras grita y patea la puerta como un nene malcriado, no deja de ser uno de los rostros de la opresión, pero más que la violencia es su evidente patetismo lo que termina desnudando su condición de absurdo. El relato de las proezas de un toro semental, del cual todas las vacas de los pueblos vecinos están “enamoradas”, y la sentida confesión de un padre que ha guardado una parte íntima de su hijo durante años, no hace más que reafirmar esa obsesión por el control masculino que la heroína de 3 rostros intenta romper a toda costa. En palabras de Behnaz Jafari, “lo realmente extraordinario de trabajar con Panahi es que te brinda una caja llena de colores y que uno puede elegir personalmente el que quiere cuando ve la película. El sentido del humor también forma parte de la historia”.