Una muerte cuyas circunstancias se ocultan o disimulan en una vasta representación colectiva, en una conspiración que incluye a la víctima: eso imaginó Borges en “Tema del traidor y del héroe”. Ya en la frase inicial del cuento declaró que lo había escrito “bajo el notorio influjo de Chesterton”. El influjo provino del relato “El cartel de la espada rota”, uno de los primeros cuentos de la serie protagonizada por el padre Brown, el sacerdote detective de Gilbert K. Chesterton. El argumento es muy parecido, hay un héroe cuya traición se intenta encubrir, hay un crimen cuyas circunstancias se ocultan pero, en este caso, no a través de una representación. “¿Dónde esconderá el sabio una hoja? En el bosque –razona el padre Brown–. Y si no hay bosque, fabricará uno. Y, si se trata de esconder una hoja marchita, fabricará un bosque marchito... Y, si se trata de esconder un cadáver, sembrará un campo de cadáveres para esconderlo. El asesino –descubre el detective– provocó una batalla con el enemigo para explicar la muerte del amigo.
La misma idea había esbozado un siglo antes Thomas De Quincey. En la primera parte de El asesinato considerado como una de las bellas artes, entre los crímenes que considera artísticamente admirables, De Quincey menciona la muerte de Gustavo Adolfo, rey de Suecia: “El crimen es único por su excelencia, pues el rey cayó al mediodía y en medio del campo de batalla, original concepción que no se repite en ninguna otra obra de arte que yo recuerde. La idea de un asesinato secreto, por razones privadas, inserto en un pequeño paréntesis en la gran escena de la matanza del campo de batalla, evoca el sutil artificio de Hamlet, en la que hay una tragedia dentro de la tragedia”. (No viene al caso, pero los historiadores coinciden en que no hubo homicidio y que Gustavo Adolfo sí murió como consecuencia de los enfrentamientos de la batalla de Lützen, en 1632.)
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Hace varios años, cuando River ganaba campeonatos tan seguido como perdía clásicos con Boca, un sufrido hincha del Millonario sugirió en este mismo diario que, para terminar con esa racha ignominiosa, una buena opción era seguir el ejemplo de esos ilustres crímenes literarios. Si no se podía evitar perder con el rival de siempre, al menos sí se podía perder también con todos los demás equipos, partidos oficiales y amistosos, partidos de copas y campeonatos, hasta diluir por completo, por ausencia de contraste, a esa bochornosa derrota en particular.
La sugerencia dejó de ser simpática cuando, pasado el tiempo, River efectivamente empezó a perder todos o casi todos los partidos y terminó yéndose a la B. No fue una carga liviana sentirse el secreto responsable del descenso de tu equipo... Hubo que convivir con un sentimiento de culpa larvado, indeterminado y algo paranoico, como el que siente el protagonista de “El derrumbe de la Baliverna”, ese cuento genial de Dino Buzzati en el que un hombre, jugando, saca desaprensivamente una barra clavada en la pared de un enorme edificio y, por una demoledora sucesión de causas y efectos, de fracturas y rajaduras, desencadena una calamitosa catástrofe (él se sabe el furtivo responsable, pero no sabe con certeza si alguien lo vio).
No fue una carga fácil de llevar... hasta que comenzó a aligerarse en los últimos años, hasta que se esfumó el domingo 9 de diciembre de 2018. Ahora, con Boca vencido por River en el partido culminante de sus historias futboleras, parece casi natural invertir aquella sugerencia criminal y proponerles a los boquenses sembrar un campo de derrotas para atenuar La Derrota. Pero no, quizá no sea adecuado. En parte, porque las circunstancias son distintas; aquellos partidos que perdía sucesivamente River eran más o menos ordinarios, algo muy distinto a esta final única e irrepetible (en cualquier caso, siempre será la primera). En parte, también, porque la tristeza pasada hoy parece un precio demasiado bajo para tanta alegría. Y, finalmente, porque en la victoria corresponde la magnanimidad y, en estos días, cualquier consejo de un hincha de River sonaría a gastada.