Aunque el cuento no lo nombre, el lugar donde ocurre es Irlanda del Norte. Ya hace muchos años que estoy entreverada con su gente y su historia. Y al igual que sucede con una persona, cuando una se enamora de un lugar cree que es amor a primera vista pero luego se da cuenta de que ahí también hay algo de una, geografías íntimas, ese juego de repeticiones que enhebra lo que amamos en la vida.  

Era la mañana siguiente a una noche que había terminado muy tarde en la ciudad de Belfast. Si no nos apurábamos íbamos a perder el vuelo que nos traería de vuelta a Buenos Aires.  Antes de que el taxi arrancara, nuestro amigo James salió de su casa corriendo y me alcanzó hasta la puerta del taxi el print de una serie de entrevistas que había estado haciendo a ex miembros del IRA y de las UVF.  Habíamos estado hablando de eso durante la noche: del tiempo de la guerra, de la necesidad de encontrar similitudes, un terreno donde abonar la paz. Como sabe de mi interés sobre el conflicto, tuvo la generosidad de acordarse de darme esas entrevistas un segundo antes de que volviéramos a casa. Durante el vuelo estuve leyendo esas historias. A propósito de contrastes y semejanzas, James les hacía a todos las mismas preguntas. La primera indagaba sobre la causa desencadenante por la que habían decidido tomar las armas en esa lucha. Uno de los entrevistados se va muy lejos, cuenta que su familia siempre estuvo involucrada con la causa unionista antirrepublicana. Evoca un recuerdo: él es un niño y se encuentra en un campo haciendo hoyos en la tierra.  Aunque James indaga, el hombre no puede precisar la edad ni el motivo, pero de alguna manera lo vincula con su primera participación en la guerra. Es una imagen que me quedó grabada en la memoria y de alguna manera sabía que alguna vez iba a escribirla. Aunque en esta historia el niño no es el protagonista, la escena de remover la tierra con una pala es tan irlandesa como literaria. Y la maternidad, una otredad en permanente conflicto cuerpo a cuerpo.