Hay algo que le gusta de este cielo siempre gris, y es esa luz opaca que muestra el paisaje tal como es. Las cosas no tienen brillo y aunque a veces eso la llena de una tristeza sin nombre, hay algo de lo implacable de la nitidez que la tranquiliza.

Cuando se sube el cierre de la campera hasta el cuello se pellizca la piel. Insulta y se revisa con el dedo: es solo un resto de sangre que se chupa apurada para volver a enguantarse la mano. Tiene una caminata de veinte minutos hasta el centro comercial, no es mucho pero va cuesta arriba y encima está el tirón ahí abajo, ese dolor agazapado como una amenaza.

Ni siquiera tenés que esforzarte en ir a dos lugares distintos, es solo llegar hasta el correo y eso es todo: las tarjetas están expuestas al lado de la ventanilla de caja, le dijo él. Las elegís, las pagás y las mandás.

Y entonces ahí está ella, yendo a comprar las putas tarjetas de navidad con las direcciones anotadas en hoja aparte. Las cinco tías de Cormac, sus cuatro hermanos, madre y padre a los que van a ver seguramente durante el fin de semana y el veinticinco cuando se junten para el almuerzo de navidad. Nunca antes hubiera hecho algo así, y no termina de entender por qué va a empezar a hacerlo ahora.

Porque hay costumbres que valen –le sentenció él antes de darle la espalda en la cama, poniéndole punto final a la pelea.

Valen la pena, lo corrigió ella y no pudo darse vuelta y devolverle el desaire porque a esta altura solo puede respirar acostada sobre su lado izquierdo.

Ahí estaba su espalda como un muro. Y ella enamorada del muro. Pero podía corregirlo siempre, aunque ahora estuvieran en su tierra. Esa es la mejor revancha cuando surge el desacuerdo. Desacuerdo dice él, pero para ella es una pelea cuando llega ese momento en el que Cormac intenta imponer su lengua. Ella no es tonta, nunca pisa el palito. Ella se mantiene en su lugar porque sabe que es la única trinchera posible y no va a abandonarla. A veces él le devuelve donde más duele, insistiendo con eso de retomar las clases, conseguir el certificado para poder trabajar de algo mejor, la integración necesaria para. Pero ella le contesta que no está en el momento de. Entonces ella gana la primera batalla cuando el desacuerdo se vuelve pelea, porque siempre se vuelve pelea cuando ella se niega a volver a las clases. Sin embargo, anoche él ni siquiera había hecho el intento del cambio de lengua, Cormac se había quedado en castellano, diciendo que sus costumbres valían y después el punto final de la espalda cuando ella quiso agregar la cuestión de la pena.  

La pena, piensa ahora, mientras camina esa calle cuesta arriba agarrándose bajo el vientre, como si pudiera evitar la puntada con solo sostenerse la panza, si la pena tiene un valor seguro que no está en esas tarjetas con deseos de brillantina. Allá habría dado pelea, allá el tema de las tarjetas era de él y a ella a lo sumo le parecía una ternura esa costumbre suya de dar el presente y cumplir con el saludo en forma de papel carta. Allá la gente a la que ella quería estaba cerca, la pasaba a ver antes del veinticuatro, tomaban una cerveza, se contaban los pendientes que pasaban a la lista para el año que llegaba, y a los que estaban lejos se los pensaba, se les levantaba la copa y se brindaba por ellos. Los que estaban lejos, de alguna manera, se querían mejor a la distancia.

Pero ahora no hay nadie. Ahora solo lo tiene a Cormac y a este hijo que la hace arrodillarse en mitad de la calle.

Tirón y puntada eléctrica, como si le hubieran conectado el nervio de la pierna a dosveinte. Cada vez que le pasa siente que no va a poder soportarlo. No puede ni siquiera gritar del dolor. Solo aprieta los puños y contiene la respiración mientras ese músculo que no sabe nombrar en ningún idioma hace su descarga lacerante hasta la última vértebra. Ella es un bicho gigante en medio de la calle, un bollo de ella misma que enseguida se da cuenta y deja de golpearse la panza con los puños. Piensa que su cerebro debe de atrofiarse con el dolor, no solo el cuerpo se mueve involuntariamente. No sabe por qué se pega, solo sabe que todo se centra en la ingle, ahí donde no puede mirarse porque la panza le tapa todo, ahí donde empieza la pierna y ya no hay lugar para las junturas, ese lugar sin separaciones visibles. La pierna le sale directo de la panza como una extensión, así como le dibujó el chico en la guardia del hospital y se lo pasó diciendo que esa era la mamá y su bebé. El médico le restó importancia, por más que Cormac le explicara, mejor que ella, que era como si de repente su pierna izquierda se contrajera, tirando desde ese punto del músculo hasta cerrar su cuerpo en un caparazón.

Se le empiezan a humedecer las rodillas sobre la vereda mojada mientras espera ese segundo en el que el nudo se desarme y el dolor desaparezca por completo. No es calambre, es tirón, piensa. Entonces se acuerda de cuando el padre le tiraba el cuerito. Le arrollaba la piel como si fuera de plastilina y sácate. Le hace bien acordarse, porque el tirón dolía pero era efectivo, le despegaba la comida mal digerida y el empacho se le pasaba. Este dolor de ahora en cambio es solo presión. Un músculo nervioso atrapado por el peso de esos otros huesos que crecen dentro de ella. Carga un esqueleto completo, carga un pene adentro, se había pensado hermafrodita en un momento y la idea la hizo sentir poderosa. Aunque fuera un poder que la dejara de cara contra el piso.

El dolor está empezando a disolverse cuando escucha un taconeo ya cercano. Es Mary, la señora de la casa de al lado que la mira con compasión y le pregunta si se siente bien. Ella levanta la cabeza y le responde que sí, con una sonrisa que le cuesta lágrimas de frío. El viento de frente y los ojos que no se le acostumbran a esta persistencia. Mary insiste, si está segura que está todo bien, si necesita ayuda. No no. Si. Estoy bien. Ya está pasando. Gracias, muchas gracias. Pero la mujer se ata el pañuelo a la cabeza y se agacha con ella. Vamos, le dice. Una taza de té, un descanso corto. A Mary el viento en la cara no le saca lágrimas y ella acaba de descubrir la utilidad del pañuelo.

A nadie se le niega una taza de té, lo escuchó mil veces. Y Mary es tan amable, todos son tan amables que ella nunca puede decir que no a nada. Aunque haya pasado un año todavía es la chica nueva de la cuadra, de la familia, de los amigos, de la tienda de caridad donde trabaja. Todavía está a prueba en todos lados.

Por fuera la casa es una réplica de la de ella, igual a todas las del vecindario. Y por dentro también: madera, alfombra, crucifijos y fotos sobre las paredes.

Cuánto tiempo te falta

Cinco semanas

El patio trasero linda con el suyo, los separa una cerca baja de madera. Desde que vive ahí nunca vio a Mary en el patio, ni siquiera cuando sale el sol. Y le parece extraño porque Cormac le contó la historia que todos repiten en el barrio: una mañana estaba colgando la última media cuando escuchó el estruendo iluminando el cielo encapotado. Había hecho el lavado de toda la semana. ¿Qué fue eso? le preguntó asustada a la vecina que en el patio lindante se concentraba en la misma tarea. No sé, parece una bomba, le contestó. Ah, qué susto, dijo Mary. Pensé que se iba a largar a llover.

Dicen que esa imagen la retrata de pies a cabeza. Pero a ella le parece horrible que sigan contando esa historia después de lo que le pasó.

Cormac contraataca: nunca lo vas a terminar de entender. Es nuestra forma.

Mary vive sola y en el centro del patio, donde estaban las cuerdas de la ropa, ahora hay un árbol por donde está trepando una ardilla.

La mujer apoya la taza de té sobre la mesa y le ofrece galletas de manteca.

Todo está en perfecto orden. Los cuadros en la pared de la cocina. ¿El muchacho con el casco es su hijo? Si, dice Mary. Le cuenta que se fue a trabajar a las minas de Inglaterra porque ahí pagan muy bien. Que se quiere casar pronto y casarse cuesta mucho dinero. Igual que en todos lados, le dice ella, casarse cuesta. Mary le sonríe y le da un sorbo a su té. Ella no comprende del todo esa sonrisa, tal vez no la entendió, las frases cortas son las más difíciles de decir bien, en cualquier idioma. Le pregunta por la otra foto, ¿su marido? Si, dice Mary. Aprovecha y la invita a la misa en su memoria, la semana que viene ya hace cinco años. Ella dice que sí con la cabeza pero sabe que no va a ir.

De qué murió

De insensato, dice Mary. Un corazón triste nunca funciona bien. Debió haber dejado la bebida el mismo año que murió Jimmy.  

Durante unos minutos toman su té en silencio. El clinc de las tazas sobre los platos. Jimmy es el nene de la otra foto. Mary no iba a dejárselo pasar. Ella no preguntó no porque le temiera a la respuesta, solo que no se sentía con el derecho a hablar de él.

Tienen nombre, le pregunta Mary

No. Bueno, sí. Tenemos una lista. No nos decidimos. Es una pelea cada vez.

Entiendo –Mary sacude apenas la cabeza– Esas peleas sin sentido

Bueno. No. El nombre es importante.

Si, claro. Mary vuelve a sonreírle y empieza a levantar las tazas. Las enjuaga antes de meterlas en el lavaplatos. Se sacude el agua de las manos y vuelve a mirarla.

El dolor, dice

Cual. Ah, sí. El dolor. Ya está. Es algo que va y viene. Lo bueno es que no deja rastro. Cuando se va parece que nunca hubiese existido.

No sabe bien por qué mintió, si el dolor no se va nunca del todo. El dolor vive en el miedo a la próxima vez. Por eso ella se arrepiente enseguida de esa última frase y de cómo la dijo. Tenía que haberlo dicho de otra forma, tal vez Cormac tiene razón y ella deba volver a los cursos. Pero hay cosas que por más que las diga a la perfección nunca va a entender, siempre estará un paso más atrás de lo que quiere decir. Aunque también ella sabe que puede transformar la torpeza en una puerta inesperada por donde entrar o salir a una nueva conversación.

Quizás es ese pensamiento el que la anima a volver atrás y preguntarle por el niño de la foto, preguntarle aunque ya sabe, porque todos en el barrio recuerdan con insistencia ese día de la bomba en el bar de Paddy. El padre lo dejó en la barra cuando salió a buscar cigarrillos. Entre las víctimas hubo un niño, decían los titulares.

Cómo fue.

Mary le pregunta cómo fue qué.

Jimmy.

La mirada azul de la mujer de pronto se oscurece y a ella le parece igual a ese cielo allá afuera. Sus ojos están sobre ella, la atraviesan durante unos segundos.

Antes de volver a sentarse, Mary le ofrece un banco para apoyar las piernas.

Sus movimientos ahora son muy lentos cuando se da vuelta y le señala el árbol del patio.

Jimmy hacía hoyos en la tierra. Todo el tiempo. Era como una obsesión. Tenía una pala, esas de plástico, y podía estar con eso toda la tarde. A mí me ponía nerviosa ver la tierra revuelta. Se volvía lodo con esta lluvia constante. Pero era algo que lo mantenía ocupado, y eso es todo lo que importa cuando tenés un hijo como era Jimmy, un marido en el trabajo y una casa para mantener.

Ella asintió con una sonrisa y, sin advertirlo, estiró apenas la espalda para respirar mejor.

Como en un acto reflejo Mary llena la pava y se pone a hacer más té mientras le habla de espaldas.

Esa tarde, antes de que saliera para el bar, yo le pedí a mi marido que se lo llevara con él. No le pedí, le supliqué. Jimmy había estado especialmente inquieto, había sido un día agotador. O era yo la que estaba agotada y él era solo un niño de cinco años. Solo sé que me hizo tan feliz estar sola, sentir alivio frente a esta ventana. Cerré los ojos…nada de hoyos en la tierra, nada de ruidos ni su voz llamándome a los gritos. Todo era silencio. Y yo estaba tan adentro de ese silencio que no recuerdo haber escuchado el estruendo de la bomba. Pero más tarde, cuando golpearon la puerta, esos primeros dos golpes apurados. Se me cruzó una desgracia porque ya era tarde y ellos no habían llegado, sin embargo me reí, porque cuando lo pensé... una hasta puede reírse de eso que piensa pero que no cree... El tercer golpe, y otro, y otro golpe más.

Mary se da vuelta.

La luz de la pava eléctrica titila, el vapor empaña el vidrio de la ventana que da al patio y los contornos del árbol desaparecen.

Yo estaba en este mismo lugar, cortando una cebolla y cuando lo escuché ya no pude moverme. Me había ido de mí. ¡Mary, Mary, abrí la puerta! La voz de mi marido entraba ensangrentada desde la calle. Tuvo que saltar por el patio de la vecina. Dice que yo sostenía el cuchillo y miraba a la nada. No grité, no hablé, no dije ni una sola palabra hasta el día que lo enterramos.

Mary está sentada a su lado de nuevo.

Lo poco que quedó de su cuerpo yo lo quise ver. Nadie pudo convencerme de que no lo hiciera.

Ella nunca pensó que podría escuchar a una madre contar una historia así sin despedazarse en llanto. Sin embargo está entera porque la mujer lo está también.

Ella se levanta a apagar la pava y al volverse quiere apoyar sus manos sobre los hombros de Mary pero duda y no lo hace.  

A dónde ibas antes de terminar en el piso, le pregunta sacudiendo la cabeza, como ahuyentando esa imagen atroz que solo Mary conoce.

Al correo, dice ella, y suelta todo el aire de golpe. Tengo que enviar unas tarjetas de navidad.

Vamos, te llevo con el auto.

Ella quisiera poder volver el diálogo atrás, borrar lo de las tarjetas, decir algo importante pero se siente tan tonta frente a esa mujer. Entonces solo le dice que no, que ya es tarde, mejor vuelve a intentarlo mañana.

Si, ya se hizo tarde, le confirma Mary levantándose de la silla.

Gracias por el té, dice ella

Gracias a vos. Nunca nadie me lo había preguntado.

Al llegar a la puerta de entrada ella la mira, ahora tiene el impulso de abrazarla pero Mary lo detiene al acariciarle la mejilla con toda la palma.

No estés triste, le dice la mujer.

A las cuatro de la tarde el cielo ya es casi noche. El viento parece haber cedido pero ahora ella se choca contra el frío de la calle. Avanza balanceando su peso.

Mary va a esperar en el umbral hasta verla entrar a su casa.

Esa noche, cuando ella esté cenando con Cormac, no le va a contar nada sobre la charla con Mary. Solo va a insistir en lo que le costó agacharse para abrir y cerrar las trabas de hierro de ambas cercas.