Los mejores libros tal vez sean aquellos que disparan interpretaciones diversas y lecturas contradictorias, incluso superadoras de la intención inicial de su autor. La flamante edición argentina de El teniente Kizhé, del ruso Iuri Tinianov, funciona acaso como un mensaje en una botella arrojada al mar 90 años después de su publicación original. Resulta conmovedor encontrarse hoy con esta breve novela sobre el costado más ridículo del ejercicio del poder, sobre la construcción de la realidad y la naturalización del absurdo. Al menos, eso es lo que puede interpretarse desde aquí, a miles de kilómetros de distancia, casi un siglo más tarde. Cuando Tinianov la publicó, en 1927, el movimiento cultural al que pertenecía (Opoiaz –Sociedad de Estudios del lenguaje poético- escuela más conocida como de los “formalistas rusos”) ya estaba en franco retroceso en la Unión Soviética y pocos años más tarde Stalin iniciaría la Gran Purga contra todo tipo de vanguardismo.
La historia de El teniente Kizhé remite por momentos a Kafka, retoma también cierta tradición antiburocrática de los clásicos rusos y prefigura, en algún sentido, aquello que supo describir la película Brazil, de Terry Gilliam: el encadenamiento de absurdos inducidos, a partir de un mínimo –azaroso– error del sistema.
En este caso, el que dispara la serie de malentendidos es un escriba inexperto de la cancillería. El joven funcionario comete dos errores en la orden del día que se le debe presentar al emperador. Pero mejor que lo cuente Tinianov: “Había anotado como ‘fallecido’, al teniente Siniujáiev en vez del mayor Sokolov, que venía inmediatamente a continuación y era el verdadero muerto; acto seguido, había apuntado una completa barbaridad: en el momento en que estaba por escribir ‘poroutchiki-zhe (“en cuanto a los tenientes”) Stiven, Rybin y Azantchéiev son nombrados…’ entró un oficial, él se había puesto en posición de firmes cuando trazaba la letra k y, al volver a su copia, se había embrollado, por lo que, en vez de poroutchiki-zhe escribió poroutchik Kizhé (‘El teniente Kizhé’)”.
Como en el régimen de los zares no puede haber malentendidos, el emperador Pablo I ordena darle entidad real al teniente Kizhé, tal como estaba escrito en el expediente. Así, el que no existía va cobrando vida. Se le adjudican crímenes que, por supuesto, no cometió, es enviado a Siberia, después es perdonado, inclusive es reivindicado y ascendido en la jerarquía militar. Nadie se atreve a cuestionar esa “construcción de verdad”. Como contrapartida, el que sí existe (el teniente Siniujáiev) es considerado por todos como un muerto porque así lo dice el expediente. Le quitan los atributos, la ropa, todo. Se convierte, para todos, en un muerto andante.
La invitación a la alegoría es instantánea. Tinianov sitúa la historia en tiempos de Pablo I, que tal vez no fue el más sanguinario de los zares (la historia rusa es muy competitiva en ese rubro), pero sí el más imprevisible. Todos le tenían pánico porque cada día, según cómo se levantara el monarca, la misma situación podía derivar en un ascenso o en una condena al exilio en Siberia. La tentación de establecer una analogía con los tiempos que le tocaron vivir a Tinianov es inmediata.
Hay que decir que el autor debe buena parte de su prestigio a su condición de teórico del formalismo, gracias a escritos como Sobre la evolución literaria y La noción de construcción. La ficción ha quedado, de ese modo, relegada en la consideración de su figura. Con la finísima edición de El teniente Kizhé, por primera vez traducida al español, que cuenta con un excelente prólogo de Pedro B. Rey, el sello independiente Leteo empieza a reparar esa injusticia.
La lectura de esta nouvelle invita además a revisitar otros terrenos y estimular otros sentidos. Porque El teniente Kizhé es también una película de Aleksander Faintstimmer (la historia había sido concebida inicialmente como sinopsis fílmica), estrenada en 1934 y hoy prácticamente inhallable aquí. La banda de sonido le fue encargada a Sergei Prokofiev, el notable compositor ruso que tuvo la mala idea de volver a la Unión Soviética después de su exilio. Antes de conocer las consecuencias de esa decisión (durante años fue atacado por los apparatchiki soviéticos, que no creían en su “reconversión”; vaya paradoja, Prokofiev murió el 5 de marzo de 1953, el mismo día que Stalin) adaptó esa partitura para una suite, que se estrenó en el Bolshoi y terminó siendo una de sus obras más populares. Tanto fue así que derivó en otro de los links que tiene esta historia: en 1985, Sting copió la estructura de El teniente Kizhé (por diferencias en la transliteración del alfabeto cirílico, la obra de Prokofiev se conoce como El teniente Kijé) para componer “Russians”, uno de los mejores temas de uno de sus mejores discos: The Dream of the Blue Turtles. Un plagio que la historia atenuó bajo el eufemismo del “homenaje”.
Después de publicar este libro, Tinianov siguió escribiendo, pero con menos margen para abordar, a través de alusiones oblicuas, la nueva realidad soviética. Murió en 1943, plena Guerra Mundial, a los 49 años, víctima de la esclerosis múltiple. Alguna forma de justicia literaria debe haberse impuesto al olvido para que un siglo más tarde y por fuera del esquema de la gran industria editorial, esta pequeña y hermosa historia esté al alcance de los lectores argentinos. El teniente Kizhé existe y está vivo.