En los últimos 17 años, la ciencia en Argentina encontró otras palabras para contarse, ganó muchos espacios por derecho propio y perdió otros –a manos de decisiones políticas y de mercado no siempre comprensibles–, buscó y encontró nuevos públicos. Y todavía falta. Eso dice el investigador, doctor en Biología y docente Diego Golombek en los días que siguen a la salida de La ciencia es eso que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas (ed. Siglo XXI), el onceavo volumen en el que despunta el vicio, inevitablemente atado a su tarea en Conicet y en la Universidad de Quilmes, de la divulgación científica. Entre los inicios del siglo y ahora, el de Golombek fue uno de los nombres clave para desarrollar productos de divulgación y popularización de la ciencia desde espacios de la industria cultural, como la colección en la que sale este nuevo título, “Ciencia que ladra”, y que comenzó en 2002. El investigador repasa la historia y detalla que, a diferencia de lo que había pasado en algunos momentos del siglo XX (las revistas de ciencia popular que habitaban el mundo de los personajes de Arlt, las fantasías espaciales, por solo mentar algunas con impacto en la gráfica argentina), gran parte de la industria cultural asociada a la ciencia entró en picada en los últimos años. Fueron cerradas revistas especializadas que trabajaban fuertemente con producción local; clausurados espacios específicos de y sobre ciencia en grandes medios generalistas; canales públicos que dejaron de generar contenidos de divulgación de ciencia, por recordar solo algunos casos. Golombek acota que sí, en los últimos años, el panorama cambió. “Muchísimo”, subraya.
–¿En qué?
–Cambió muchísimo en varios aspectos. Por un lado, porque en algún momento hubo mucho más. Cuando empezamos esta etapa hubo mucho más. De la mano de Adrián Paenza como figura señera nos animamos a hacer cosas distintas, a contar la ciencia con otros formatos, con otros recursos, con humor, con ficción, con animación. En esa época, 2001, 2002, en Argentina eso era raro. La otra cosa que pasó con los años fue que se profesionalizó el contar la ciencia, sobre todo desde el periodismo. Empezaron a aparecer más periodistas científicos profesionales, que había contados con los dedos de la mano. Y empiezan a aparecer también divulgadores profesionales de la ciencia: gente que cuenta la historia de la ciencia de una manera más o menos profesional. Eso fue gracias a que hubo una política que promovía la actividad científica, y como consecuencia asociada a esto, viene el contar la ciencia. Obviamente hubo un fomento a contar la ciencia. Hubo un Tecnópolis, que nadie se lo imaginaba, un Canal Encuentro, que nadie se imaginaba, y eso creó divulgadores nuevos. Pero en el último tiempo el panorama cambió muchísimo.
–También cambió el perfil de la comunicación de estos temas, desde lo científico viró hacia el entretenimiento.
–Una metáfora muy interesante de eso es que en Tecnópolis, La nave de la Ciencia, donde yo laburé cinco años con científicos, ahora es La nave del circo o un nombre similar. Hacen espectáculos circenses. No está mal, pero cambió el foco. Así que hay claramente una cuestión presupuestaria que persigue a la ciencia, a la tecnología, y secundariamente a contar la ciencia. Hacer y contar ciencia ya no parece ser el norte.
–En tiempos de posverdad, de fake news, de movimientos de reacción conservadora como los antivacunas, ¿qué pasa con las voces de quienes trabajan en la ciencia y el debate público?
–El mundo científico puede y debe participar. Hay ejemplos claros. España acaba de crear una oficina científica en el parlamento para asesorar a los legisladores. El Reino Unido tiene una oficina especializada en cuestiones de economía del comportamiento para asesorar al primer ministro. Argentina intentaba hacer algo parecido: en la Secretaría de Articulación Científico Tecnológica, que conduce Agustín Campero, hay un proyecto de asesoría científica. Lleva tiempo la idea, pero en el medio el Ministerio de Ciencia se convirtió en secretaría, no sé en qué instancia está ahora. También en la Di Tella, en la Escuela de Gobierno, donde está Eduardo Levy Yeyati, hicieron un centro para apoyo a políticas públicas basadas en evidencia. Existen los ejemplos, pero es cierto que los científicos solemos ser relativamente cómodos, nos quedamos esperando que nos llamen y no nos llaman. Es raro que un área de gobierno llame a un área científica. A veces pasa, a mí me pasó.
–¿En qué ocasiones te convocaron?
–Me llamaron de juzgados que analizaban casos de trabajo en turnos rotativos. También me llamaron una vez del Ministerio de Trabajo para analizar un convenio entre empresas de ómnibus de larga distancia y conductores, para ver si podían trabajar tantas horas o necesitaban más sueño. Investigar esas cosas es lo que sabemos hacer, bienvenido sea que consulten.
–Más allá del espacio propio de la investigación, de poder aportar conocimiento concreto desde ese trabajo, ¿qué pasa con la participación de científicas y científicos como voces autorizadas en el debate público? Este año, con el debate por la legalización del aborto, resultó importante, por ejemplo, cuando Alberto Kornblihtt y Pedro Cahn refutaron las mentiras que Abel Albino dijo en el plenario de comisiones del Senado.
–Hay de todo y los medios digitales ayudan. Vas a encontrar, por ejemplo, científicos tuiteros que hablan de vacunas, de aborto. Pero es cierto que al científico le cuesta salir de su lugar habitual. Primero está pensando que lo van a evaluar sus colegas desde lo tradicional,desde los papers. Y cuando sale de ese cascarón no piensa en el público. En general, sí piensan en sus competidores, sus colegas, sus alumnos, qué van a decir si hago una analogía jugada. Claro que eso está cambiando. Alberto es un ejemplo de eso. Hay también otros ejemplos, como los de científicos que están movilizados por cuestiones gremiales, y que entonces obviamente salen a opinar desde la ciencia sobre cuestiones como minería, aborto, vacunas. Y son voces autorizadas. Tendrían que ser quienes más opinen.