Un detalle por el que podría recordarse al 2016 es por las películas de niños con amigos gigantes y/o monstruosos. Con El buen amigo gigante de Steven Spielberg como mascarón de proa, la cosa se volvió tendencia con los estrenos de Mi amigo el dragón, de David Lowery, y Un monstruo viene a verme, de Juan Antonio Bayona, que acá llega con algunos meses de retraso extra. Dicha demora tal vez no sea arbitraria y se deba a las esperanzas de su distribuidor local de que el film obtuviera el espaldarazo de alguna nominación a los Oscar que nunca llegó. Y no está mal que no ocurriera, porque más allá de los méritos técnicos, las correctas actuaciones, la espléndida (aunque esta vez un poco sobreactuada) voz de Liam Neeson o lo emotivo de algunas secuencias, lo cierto es que la única nominación que habría resultado justa hubiera sido la de Mejor Drama Psicoanalítico. Categoría que habría que haber creado ad hoc para la ocasión.
El bullying al que el protagonista es sometido en la escuela; la madre joven y enferma terminal que lo enfrenta a una inminente orfandad; la ausencia del padre y la creación de una figura masculina imaginaria e idealizada; el dibujo como canal a través del cual las fantasías literalmente cobran vida; los conflictos con la abuela materna, quien pretende tapar esos huecos que hacen sufrir a su nieto; la forma en que el chico oye discusiones adultas que no debería oír o ve situaciones que no debería ver, siempre a través de puertas entornadas; el modo en que espía a través del ojo de la cerradura la vieja habitación que ocupaba su propia madre en la casa materna. Arquetipos que el psicoanálisis utiliza para abordar una etapa compleja como el final de la infancia. Para lidiar con todo eso, el pequeño Connor se inventa un monstruo que, para seguir en línea con lo anterior, no sólo encarna los miedos del protagonista sino que viene a proponerle de forma expresa la posibilidad de sanar sus heridas emocionales contándole cuentos. Es decir, una cura a través de la palabra. Que el monstruo surja de un árbol que se yergue junto al cementerio y la centenaria iglesia del pueblo no hace más que potenciar los excesos simbólicos.
El problema no es la filiación de la historia que Bayona adaptó al cine a partir de una novela de Patrick Ness –quién se encargó del guión– con la disciplina creada por Sigmund Freud, sino el carácter absoluto con que se le impone al espectador, sin dejar resquicio por los que se pueda colar una lectura alternativa. El colmo llega sobre el final, cuando Connor no solo es empujado por su monstruo a vivir su peor pesadilla más allá del momento en el que siempre se despierta, sino también a encontrarle una explicación, en una escena que replica una sesión entre paciente y analista. Si a esa obvia representación se suma la mención de la fe como herramienta de sanación o frases como “no hay buenos y malos, todos somos ambas cosas” o “lo importante no es lo que dices sino lo que haces”, se puede decir que Un monstruo viene a verme es casi una película de autoayuda para chicos.