El “diletante” recita sonetos de William Shakespeare como si el sortilegio de la lengua inglesa le permitiera sobrevivir al tedio regulado del mundo financiero, un trabajo que le permitió viajar y vivir en ciudades como Londres (Inglaterra), Milán y Florencia (Italia), Montevideo (Uruguay) y Lima (Perú), donde reside actualmente. Marcelo Pestarino seleccionó trece cuentos que escribió en los últimos treinta años y los publicó en Números inmensos (Paradiso), una constelación de tramas que exploran los géneros fantásticos y la ciencia ficción. “Dado que sabemos que el cerebro de Shakespeare forjó la música de sus poemas, los científicos pudieron configurar, partiendo de su obra y yendo hacia atrás, su cerebro: el mismo cerebro del genio, exactamente al que tuvo en vida. Mediante prueba y error dieron con él y, cuando ese cerebro logró volver a escribir todos los sonetos del mayor de los poetas, entonces ya no hubo dudas de que, trabajando con ese objeto material, conseguiríamos escribir, mientras nos diera la paciencia, toda la obra que Shakespeare no tuvo tiempo de escribir y, ni siquiera, de imaginar. Una vez obtenido su cerebro original, basta el arte combinatorio para crear todos los poemas que su corta vida no le permitió escribir”, plantea el narrador del relato que da título al libro.
Pestarino (Buenos Aires, 1954) vivió en el país hasta 1981, cuando el banco en el que entonces trabajaba lo envió a Londres, donde residió dos años y aprovechó para estudiar filosofía en el Birbeck College de la Universidad de Londres. “Borges y Bioy Casares me marcaron con sus cuentos fantásticos en los que juegan mucho con el tiempo”, reconoce el autor de las novelas Confesiones de un esclavo (1997) y A la sombra del Vaticano (2000) en la entrevista con PáginaI12.
–¿Por qué en varios de los cuentos aparece un vínculo muy estrecho con Italia?
–Mi papá era italiano, murió hace poco y viví de chico con mis abuelos italianos, que hablaban el dialecto del Piamonte, del Norte de Italia. La identidad italiana en casa era fortísima; a mi hermana y a mí nos mandaron a estudiar italiano y tuve mi primera exposición a Dante a los once años, también a la poesía de (Giacomo) Leopardi; era un curso para adultos y nos colaron a mi hermana y a mí. Después viajé a Italia muchas veces de chico, con mis padres. Y luego viví en Milán y Florencia. Me siento muy ligado a la cultura italiana, a la lectura de sus novelistas y poetas. Soy un diletante, como en casi todo, pero en el arte todavía más. Uno de los cuentos del libro promueve el compartir la cultura vía la comunicación cerebral en un futuro fantástico. Si además de eso, se puede recrear el cerebro de Shakespeare o de Caravaggio teóricamente se podría crear las obras que ellos no crearon porque les faltó el tiempo.
–Quizá muchos escritores desearían poder escribir las obras que Shakespeare no pudo hacer. ¿Escribió Números inmensos para cumplir en cierto sentido con esta fantasía?
–Sí, claro, uno lucha para no escribir a la manera de alguien, aunque a veces te sale después de leer tanto a un escritor. Lo ideal sería que el estilo sea tan terso que ni te des cuenta. Anthony Trollope, novelista inglés de la época victoriana, parece que te está contando las cosas de una manera suave, pero es fabuloso. Tólstoi es un tipo profundo, con muchos ripios en algunas novelas; y Shakespeare, junto con Dante, posiblemente sean los escritores más grandes de la humanidad. Cervantes me gusta también, pero en otra escala. Shakespeare me parece el Newton de la literatura; es superior. La idea general de ese cuento se me ocurrió por una cuestión mucho más prosaica. Si comparto con vos mi cerebro, compartimos nuestra cultura conjunta. Y si eso se puede expandir, se podría compartir la cultura de la humanidad. Ese era el germen de la idea; si puedo reconstruir el cerebro de Shakespeare porque reconstruyo sus combinaciones neuronales yo puedo tener el cerebro de Shakespeare y crear las mismas obras que creo, pero también las que no llegó a escribir. Si me dijeran que hay un armario en Venecia donde se descubrió una obra de (Giacomo) Casanova, yo voy al armario ya. Me gusta tanto que iría de nuevo a leer cualquier cosa de Casanova.
–Hay un aspecto muy inquietante respecto de la percepción del tiempo en el cuento “Números inmensos”: “Lo que cuando yo era chico duraba un siglo ahora dura un minuto en nuestra percepción (…) todo lo que antes duraba décadas ahora se produce en unos pocos segundos”.
–Lo que me pasa es que de repente me aparece una idea y me digo: “qué rica que es”… Entonces la empiezo a desarrollar para justificar que la idea parezca creíble mientras la voy narrando. A veces ni conozco el final. Muchos escritores tienen el principio y el final y después les cuesta el medio, ¿no? En el cuento “La Alianza” la idea básica es que los mandamientos son reglas de convivencia que se establecieron y cristalizaron. ¿En qué contexto pudo haberse dado? En el desierto, en la ciudad de Egipto, en la tierra prometida. Al final le di una torcidita para parezca que soy Dios que escribe eso en la mano de un analfabeto. Escribir un cuento o una novela no es como escribir poesía: si una poesía me sale bien, cien las tiré a la basura.
–¿Por qué nunca publicó un libro de poesía?
–En algún momento me voy a animar a publicar. Escribo muchos sonetos por haber leído a Petrarca y a Dante. Hay un libro que leí de adolescente y me marcó: Bomarzo, de (Manuel) Mujica Lainez. Shakespeare me vuela la cabeza, tanto con las obras de teatro como con la poesía. Mujica Láinez decía que leer un soneto de Shakespeare era como dar vuelta un guante: lo leés al derecho y al revés. El otro día estaba releyendo De jardines ajenos, de Adolfo Bioy Casares, que recolecta cosas preciosas de la literatura. Y pensé que yo podría hacer algo parecido, una colección de momentos estéticos. Pero estás hablando con un diletante que se dedica a otra cosa y que la literatura le parece puro romanticismo.