No todas las democracias sucumben con golpes militares, sino que también pueden erosionarse desde adentro mismo del sistema político. A diferencia de los golpes militares que se producen violentamente, relativamente rápido y con resultados evidentes, el debilitamiento de las instituciones democráticas, ya sea por la pérdida de legitimidad como por la ineficiencia de sus políticas, se produce de manera lenta y casi imperceptible. En resumidas cuentas, con apariencia de democracia podemos estar frente a la agonía de la misma. Así lo explican Levitsky y Ziblatt (Cómo mueren las democracias), invitando a prestar atención a estos fenómenos que se ponen en juego en las sociedades actuales.
Sin embargo, analizar las transformaciones que acontecen en la democracia requiere más que la “foto” del presente. Para observar cómo su transformación fue caracterizando las diversas sociedades, es menester analizar toda la “película” y la evolución de ciertas percepciones de la población sobre el sistema democrático.
El reconocido historiador Eric Hobsbawm (Historia del Siglo XX: 1914-1991) esgrimió un interesante recorte en el cual enmarcaba los acontecimientos sociales, políticos, económicos y culturales del siglo XX en el lapso que recorre los años 1914 –inicio de la Primera Guerra Mundial- hasta 1991 con la disolución de la Unión Soviética. Lo que comenzó al agonizar ese “siglo XX corto” fue una dinámica de grandes reconfiguraciones. Resulta difícil ponderar si las transformaciones políticas a nivel mundial tuvieron un efecto sobre la revolución tecnológica o, por el contrario, si fue ésta la que condicionó a la primera. Lo mismo ocurre con la variable económica, el comercio y la producción. Lo cierto es que todas esas variables aceleraron la dinámica del nuevo siglo -ya a partir de la década de 1990- modificando cualitativamente, como lo retrata Huntington, la política democrática (La tercera ola: la democratización a finales del siglo XX).
La disconformidad se manifiesta
En las últimas décadas se han producido una serie de eventos en el mundo occidental que dan cuenta del carácter de una época: la disconformidad. Para dar algunos ejemplos, en la ciudad de Túnez el brutal desalojo de un comerciante ambulante por parte de la policía inició manifestaciones en varios países del norte de África entre 2010 y 2013, conocidos posteriormente como “Primavera Árabe”; un grupo numeroso de personas acampó por largas jornadas en la Puerta del Sol de Madrid en 2011, haciéndose identificar como el “movimiento de los indignados” y generando réplicas por toda España; ese mismo año, del otro lado del Atlántico, una serie de manifestaciones se organizaron de forma espontánea teniendo como objetivo visibilizar en el epicentro del sistema financiero mundial el rechazo que genera la desigualdad de las políticas en Estados Unidos, conocidos también como “Occupy Wall Street” o el movimiento “We are the 99%”.
Dos características son transversales a estos y otros tantos actos de disconformidad. El primero es que la escenificación del descontento en calles, plazas y lugares neurálgicos de distintas ciudades del mundo se ve potenciado por las herramientas tecnológicas -como las redes sociales- haciendo que su propagación y efecto de “contagio” se vuelven incontrolables para los gobiernos. La segunda característica es que el enojo no se deposita en elementos exógenos –como en otros países, actores extranjeros, otredades étnicas o culturales- sino que se concentra en elementos “internos”: la política, los políticos y el funcionamiento de la democracia. Los ciudadanos identifican a la política como un elemento con el que están insatisfechos. En síntesis, la política no resuelve los problemas y con esta incapacidad, resquebraja su legitimidad.
Más allá de los cambios de gobierno, el electorado percibe que desde los poderes se está trabajando sólo para unos pocos poderosos y no para el conjunto de la sociedad. Este indicador -que aumentó del 2009 a hoy del 69% al 79%, llegando en países como Brasil al 90%- involucra transversalmente a varios partidos políticos sin distinguir signo ideológico.
A este dato se le suma la desconfianza que el electorado en la región manifiesta ante los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), los cuales perciben menos del 25% de confianza. Sobre esto, el Director del Centro de Opinión Pública de la Universidad de Belgrano (COPUB) y docente de la carrera de Ciencia Política de la UBA, Orlando D´Adamo, señala que “los datos muestran que algo parece haberse roto en la relación entre la gente y los políticos, y no parece que vaya a recuperarse fácilmente. En el camino quedaron liderazgos que parecían insustituibles. Planes y promesas incumplidas. La desconfianza política suele traducirse en actitudes negativas acerca de la honestidad o capacidad de los dirigentes y las instituciones de gobierno. Los ciudadanos desconfiados son aquellos que están convencidos de que el gobierno sirve al provecho e interés de unos pocos y no a los de la mayoría, lo cual supone una barrera para la realización del ideal democrático”.
De esta manera, y como efecto colateral, la democracia esta puesta en revisión, sobre todo sus resultados. “Los ciudadanos desconfiados tienden a sentir que las personas son manipuladas a menudo por los políticos, que el liderazgo del país es corrupto y está centrado en el beneficio personal, y que los intereses especiales ejercen un poder significativo”, concluye D´Adamo, especialista en comunicación política y campañas electorales en diversos países de Latinoamérica.
Democracia por resultados
La democracia no es puesta en duda por sus pilares filosóficos o jurídicos. La idea de democracia -entendida ésta como un gobierno del pueblo- no genera resistencias significativas en los electores. Sin embargo, el resultado de sus acciones no está conformando a todos. De hecho, siete de cada diez latinoamericanos (71%) no están satisfechos con el funcionamiento de la democracia. Este dato se desprende del Informe 2018 elaborado por Latinobarómetro, uno de los relevamientos más extensos realizados en la región -20.204 casos en 18 países del continente- desde 1995 a la fecha.
Esta información nos permite diagnosticar una lenta pero constante erosión de la democracia: solo el 48% de los latinoamericanos preferiría la democracia a cualquier otra forma de gobierno.
Rocío Annunziata, doctora en Estudios Políticos por École des Hautes Études en Sciences Sociales, investigadora del CONICET con sede en la Escuela de Política y Gobierno de la UNSAM y autora compiladora de ¿Hacia una mutación de la democracia?, señala que “una de las transformaciones más importantes de las democracias es la disociación entre el momento electoral y el momento de gobernar. En el pasado se suponía que la voluntad cristalizada en las elecciones tenía su correlato durante el ejercicio del mandato, gracias a un vínculo de confianza entre representantes y representados que perduraba. Como ese vínculo se ha ido rompiendo, las promesas electorales han perdido significación: quien gobierna debe conquistar su legitimidad de manera permanente, quien hace campaña considera que sólo vende una imagen momentánea”.
¿Crisis de la democracia o crisis de la política?
La democracia representativa se desenvuelve en un vínculo simbiótico con los políticos, y los partidos que los consagran representantes del voto popular. Cuando los partidos políticos atenúan su desempeño, la democracia declina. Hoy la confianza de los latinoamericanos en este actor central de la representación política es solo del 13%.
Sus propias cifras diagnostican un problema: siguiendo el relevamiento hecho por Ipsos-Mora y Araujo, en 1984 el 26% de los argentinos estaba afiliado a algún partido político, mientras que el 47% simpatizaba con alguno de ellos y el 22% no simpatizaba. En 2010, solo 7% de los argentinos estaban afiliados, apenas el 15% simpatizaba por algún partido político y el 74% no simpatizaba por ninguno.
Los latinoamericanos no están pensando como antes en los partidos políticos. A la hora de emitir su voto, casi el 60% votaría sin hacer alusión a alguno en particular. En este sentido, Annunziata, titular de la cátedra Teoría Política Contemporánea de la carrera de Ciencia Política (UBA) y autora de Pensar las elecciones. Democracia, líderes y ciudadanos, agrega que “el declive de los partidos es un cambio más global que contiene al anterior: se vota por personas y no por programas. Pero la insatisfacción con la democracia es sobre todo un descontento con los políticos como elite en un contexto de crecientes desigualdades económicas. Es ‘la democracia de los políticos’ la que produce rechazo y esto puede encaminarse en dos sentidos: o se aumentan las expresiones de la soberanía popular, o lo capitalizan los líderes autoritarios”.
El rol de la academia en el fortalecimiento de la democracia
En este contexto, elecciones como las recientemente conquistadas por Jair Bolsonaro en Brasil no deberían sorprendernos. Como esgrimía el célebre sociólogo Manuel Mora y Araujo en La Argentina bipolar, “como en casi todas las buenas campañas, el éxito consistió en la capacidad de interpretar las opiniones y sentimientos del público más que en modificarlos”. En otras palabras, lo que varios años antes del triunfo de Bolsonaro señalaba Mora y Araujo era la importancia que recae en analizar –desde la sociología, la ciencia política y otros aportes de la academia- qué está pasando por la cabeza de los electores en sus vidas cotidianas para entender por qué votan o cuáles son sus preferencias.
Repensar la democracia y la participación que en ella ejercemos como ciudadanos serán las puntadas iniciales para fortalecer su continuidad y enriquecer sus pilares. Un nuevo elector trae consigo una nueva interpretación, revisión y adaptación de la democracia. Ejemplo de ello es el perfil de quienes emitirán su voto en Argentina durante 2019: cuatro de cada diez serán menores de 35 años, es decir, nacidos en democracia; el 6% habrá nacido después del 2001; y el 4% votará por primera vez. Si bien éstos pueden no ser más que un conjunto de datos significativos, cabe preguntarnos cómo ven y qué esperan cada uno de ellos de la democracia.
La historia está cambiando, quizás con mayor vertiginosidad y complejidad de la que nos es posible analizar en tiempos álgidos. Sin embargo, es en este contexto y bajo esta dinámica que se vuelven imprescindibles los diversos aportes de la universidad y los estudios empíricos para poder analizar el tiempo que nos toca transitar. Parafraseando al célebre filósofo alemán G. W. Hegel, “solo al atardecer levanta vuelo el búho de Minerva”. En otras palabras, solo con los hechos consumados nos es posible analizar sus resultados y solo con estos aportes podremos iluminar los debates que necesitamos exponer para fortalecer la democracia.