La monotonía de la lluvia es, piensa, sólo un tópico literario: multitud de ruidos, colores, ritmos y formas se le van sucediendo en la mirada mientras llueve ¿Es ese el sino trágico de la existencia, el devenir de la vida que trae en sí inscripto el final, la espera de que escampe?

El día que el tópico lavar la ropa forme parte de la literatura, ella capaz se fije en la lluvia y sus metáforas. Mientras tanto, sus preocupaciones son más bien domésticas. Y desesperantes: si no para de llover ya, va a gastar todo el presupuesto de libros del año en la compra de un secarropa. No hay nada que la ponga más tensa que pensar en la ropa con olor a humedad. Aunque la lluvia también tiene sus encantos: a veces se le da por pensar en las silobolsas repletas de soja y trata de agigantar filtraciones con su mente.

Las cosas del mundo, sin embargo, también se rigen por la lluvia. Tal el caso del fértil limo del Nilo, o de la popular creencia de que la lluvia es buena para el campo. Quienes predican sobre las bondades campestres de la lluvia tal vez nunca hayan resultado empantanados en un bajío, una lentilla estallada de arcilla o una oquedad llena de arena y agua. En el campo, la lluvia también es tópico de andanzas existenciales.

—A vos porque la lluvia no te moja -se indigna ella. Como en las escenas más sobrevaloradas de la historia universal del cine, donde todos cantan, bailan y se aman sin temor a que se les desarme la planchita o los parta un rayo.

—De todas maneras –susurra– al final no entiendo si te cae bien o mal que llueva, o capaz estás hablando de alguna cosa más existencial, pero recordá que dejé la ropa en la terraza y va a caer piedra. Y –le advierte con esa simpatía que la encuadra– adonde vuelvas a pronunciar el término “tópico” me pongo a llorar, que es como una lluvia interna que tenemos las mujeres, sólo algunas, tampoco hay que hacer de ello un asunto de género cuando algo no nos gusta.

Como si la lluvia fuera también una cierta inspiración, un marco, un medio que propaga, agranda y encima ciertas cosas, vuelve a mirarla y ve, en sus ojos de miel, en cada una de las expresiones que tanto conoce en su rostro, un destello nuevo, como si de tanto tiempo que ha pasado viéndola, admirándola y acariciándola, le hubiera surgido un detalle inédito, un encanto, una atracción distinta que no viene a sumarse sino a ponerlo a él, que la mira otra vez, pero con menos discreción, y le parece que ya no recuerda bien quién ha sido hasta entonces.

—Por qué me mirás así –pregunta ella– ¿Pasa algo?

Él niega con la cabeza, pero no puede parar de mirarla y, en consecuencia, ella no puede dejar de inquietarse. Así que toma su cartera, que siempre deja a mano, y abre el bolsito que contiene otro mini bolso donde, finalmente, encuentra un estuche en el que guarda su espejo. Mientras esa búsqueda interminable sucede, insiste con las preguntas, convencida de que él la mira porque tiene algo. Algo que la enmarca, la señala, la perturba y, aunque él se haga el tonto, la define.

—Es de nuevo el frizz, ¿verdad? Eso es lo que pasa, tendría que haberlo imaginado.

Lo enuncia en voz baja, como si estuviera acostumbrada, pero con gestos ampulosos de sorpresa cotidiana.

¡Sorpresa cotidiana! Definitivamente él no tiene sensibilidad para comprender algunas cosas. Ni sabe ya qué demonios hacer para que ella entienda que no tiene la más mínima idea de qué es el frizz, para qué sirve o qué hace, o por qué extraña razón se manifiesta, ni por qué tendría que darse cuenta, llamarle la atención o acaso ¿horrorizarlo?

—Demonios –repite ella– ¿Por qué me hablás como si estuvieras doblando nuestra conversación de algún extraño idioma al neutro? ¿Demonios? ¿Cuándo nosotros empleamos el término demonios para expresar carajo? Y ese es el momento exacto –él más o menos lo adivina aunque no podría describir una secuencia– en que ella empieza a lanzar todo lo que encuentra arriba de la mesa en su cartera, se la cuelga al hombro y camina hacia al baño donde podrá observarse con esa luz de led que sabe subrayar cada uno de los cabellos (por dios, que nadie la escuche decir la palabra cabello) que la sacaron de cuadro.

Los demonios -queda pensando él- sólo gobiernan una leve parte del mundo que les ha sido dada ¿Qué sentido tendría invocarlos para solucionar el frizz, que es un atributo que sólo los más expertos peluqueros y algunas pocas mujeres inspiradas son capaces de percibir? “Quizás –piensa o recuerda– para Dios sólo se trate de los seis lados de un único -y pequeño- cristal de Berilio”.

 

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