El prestigioso médico psiquiatra y psicoanalista Luis Hornstein se propuso indagar sobre la práctica del psicoanálisis actual en su nuevo libro Ser analista hoy (Editorial Paidós). Teniendo en cuenta las lecturas clásicas, Hornstein desgrana una multiplicidad de conceptos a lo largo de casi trescientas páginas: a partir de las nuevas teorías de la complejidad permite entender el psicoanálisis posfreudiano y poslacaniano. Y lo completa con la presentación de un caso clínico, donde no disocia el devenir histórico del paciente del plano histórico-social y su relación con la subjetividad. Ser analista hoy es también un minucioso trabajo sobre la práctica psicoanalítica en un momento en que desde las neurociencias y las soluciones farmacológicas se cuestiona su eficacia. El porqué de este cuestionamiento, Hornstein lo entiende de la siguiente manera: “En particular, las neurociencias son una gama de investigaciones que tienen como base la problemática del cerebro, la inteligencia artificial. Yo creo que, tal vez, un derivado o algo que se apuntala en las neurociencias es la industria farmacéutica”, explica.
En el tema de las neurociencias hay una versión menos reduccionista y una versión más reduccionista, según entiende el psiquiatra y psicoanalista. La versión más reduccionista considera que lo psíquico como tal “puede ser obviado por todos estos desarrollos nuevos a nivel del cerebro y de inteligencia artificial”. Sin embargo, según Hornstein, la parte más reduccionista apuntala a la industria farmacéutica. “Y yo creo que el principal problema de donde vienen los cuestionamientos es desde la industria farmacéutica que pretende cada vez más suplantar lo que sería el trabajo sobre lo psíquico y sobre la subjetividad y los conflictos por moléculas que solucionarían todos los tipos de dolencia, sufrimientos y problemáticas personales de la gente”. El autor ve esa tensión más por un conflicto de intereses con la industria farmacéutica que pretendería abolir todo lo que fuera considerar al psiquismo en toda su dimensión de complejidad y suplantarlo por un problema, donde todo se puede resolver con distintas moléculas. “Particularmente diría que uno de los temas, donde más debates se da, es básicamente sobre la depresión, porque la depresión es considerada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como la cuarta causa de discapacidad y se supone que en el 2020 será la segunda causa de discapacidad después de las enfermedades cardiovasculares. La industria farmacéutica factura más de 10 mil millones de dólares en antidepresivos en Estados Unidos y 20 mil millones de dólares en todo el mundo. Entonces, nosotros como psicoanalistas estamos acostumbrados a debates conceptuales, a debates corporativos, donde hay gente que está sostenida en un campo de doctrinas particulares, pero acá es un debate económico. Y un debate económico con una potencia, donde lo que se juega son intereses muy fuertes, que son los intereses de los laboratorios, de la industria farmacéutica y de los psicofármacos. Esto tiene dos ejes: la temática de la ansiedad y la temática de la depresión. Creo que el debate está muy contaminado por estos intereses económicos”, plantea Hornstein.
–Yendo al comienzo de lo que plantea en el libro, ¿cómo es eso de que un analista debe conservar su eterna condición de aprendiz?
–A diferencia de otros campos, uno tiene que asumir que, por nuestra temática, siempre lidiamos con fenómenos complejos. Y, en ese sentido, lidiar con fenómenos complejos implica que, por más que uno estudie la obra de Freud, de Lacan o de otros padres fundadores, hay que estar actualizado. Y eso supone no solamente estar actualizado en que cada paciente es un mundo singular: justamente, si el psicoanálisis apuesta al paradigma de la complejidad, hay una enorme distancia entre toda una biblioteca que me puede hablar del Complejo de Edipo y el narcisismo y este Complejo de Edipo, al cual yo no puedo acceder si no es a través de la escucha de esa singularidad. En ese sentido, creo que el duelo por la certeza en nuestro campo es uno de los duelos fundamentales. Yo supongo que si alguien hace radiología de esófago, después de tres o cuatro años de ver esófagos hay un momento donde ya domina porque es una técnica acotada. Pero cuando enfrentamos nada menos que la complejidad de la psiquis humana, la historia y los efectos de lo histórico-social sobre la subjetividad estamos exigidos con cada paciente a aceptar que uno no está del lugar del saber sino del lugar de interrogar acerca de qué ha sido la historia singular de esta persona.
–Usted señala: “Más que interpretar, historizo”. ¿Cómo se articula pasado y presente en la práctica analítica?
–Una de las innovaciones que trae el paradigma de la complejidad es, justamente, no pensar la historia lineal pasado-presente sino la historia en términos recursivos: es el presente el que actualiza ciertos pasados. Cuando se habla de historia, se habla de historia infantil. No: la historia continúa. La infancia es el comienzo de la historia, pero también está la historia actual y si pensamos al psiquismo como un psiquismo abierto tenemos que pensar como momentos históricos fundamentales en cuanto a la organización de la subjetividad, sea la pubertad, sea la adolescencia, sea la paternidad, sea la madurez. En ese sentido, historizar es asumir que la historia continúa y que la infancia no es un destino sino que la infancia es una apertura de potencialidades.
–¿En qué aspectos la iniciación de un tratamiento es resultado de un vínculo?
–Cada vez más rompimos con el ideal tecnológico donde se supone que un psicoanalista es un técnico que opera según cierto protocolo. Cada vez más asumimos que todo encuentro analítico es justamente un encuentro entre dos subjetividades y que va a depender mucho en la evaluación de la potencialidad de esa pareja terapéutica cuáles son las afinidades que pueda haber entre terapeuta y paciente. Y eso rompe con la idea de una técnica que es independiente de quien la administra. Justamente, si uno mide colesterol en sangre, no importa el operador. Importa que sea una máquina de última generación. Eso no es lo que pasa en la situación analítica. Importa la historia del analista, que esa historia permita escuchar al otro como otro, que sea capaz de resonar en función de sus propias crisis vividas, de sus duelos, de sus historias infantiles, de sus lecturas y de sus diferentes prácticas.
–¿Por qué es mayor la complejidad en las primeras entrevistas?
–Hubo una época en que la primera entrevista tendía a la simplificación, que imaginaba que a partir no solamente de una primera entrevista sino de los primeros minutos, uno podría pronosticar no solamente el porvenir de esa terapia sino la vida del paciente. En la medida en que asumimos la complejidad, sabemos que toda primera entrevista no es más que apertura. Freud hubiera dicho: “El contenido manifiesto de un sueño”. El paciente me puede hablar en su primera entrevista de tal personaje, de tal otro. Yo no tengo idea quién efectivamente es ese personaje si no lo despliega a lo largo del trabajo analítico. Ese personaje que parecía totalmente secundario, luego emerge a partir del proceso terapéutico, como personaje central en la vida. Entonces, la primera entrevista plantea un conjunto de interrogantes que sólo el despliegue del proceso terapéutico va a poder dar siempre respuestas parciales, siempre incompletas. En ese sentido, un analista es alguien que tiene que estar entrenado para aceptar lo enigmático de todo sujeto, en lugar de tener certezas. Yo decía que la mejor teoría en psicoanálisis es la que mejor puede interrogar al paciente y no tanto la que más respuestas propone.
–¿Qué lugar ocupa la atención flotante en esa etapa?
–Freud equiparaba del lado del analista, la atención flotante a la asociación libre. La atención flotante es la posibilidad de establecer conexiones entre distintos elementos que va proveyendo el paciente a lo largo de su terapia y de establecer conexiones distintas. La atención flotante apuntaría a no privilegiar a priori ningún sector de lo que el paciente dice. Por eso, Freud la llamaba “atención parejamente flotante”. Un elemento que podría ser considerado secundario pasa a ser eventualmente algo central. Es como los biógrafos que cada vez más le dan importancia no tanto a las declaraciones pomposas que pueda hacer un biografiado sino a la correspondencia, que es cuando alguien escribe sin estar escribiendo para la posteridad.
–Para que haya historización simbolizante, ¿tiene que haber un recuerdo compartido?
–Justamente, la historización simbolizante apunta a que la historia que construimos en la situación analítica es una historia compartida, es una historia donde dos personas, cada una con su propio bagaje intelectual y personal está disponible para construir una historia en común que no solamente pretenda recuperar la historia sino producir una historia. Es decir, una historia no es sólo algo a recuperar sino algo a producir entre dos personajes que, si bien tienen un pasado, construyen la historia desde un presente y desde un presente compartido.
–¿Y cómo es el trabajo para ser imaginativo sin inventar el material?
–Uno tiene la obligación de imaginar, pero esa obligación de imaginar no puede suplantar la escucha de la singularidad. Si hay algo que caracteriza al psicoanálisis, es la posibilidad de escuchar. Escuchar quiere decir recuperar en el decir del otro aquello que no está dentro de mis expectativas previas, aquello que tenga capacidad de sorprenderme. Entonces, una cosa es imaginar el material y otra cosa es suplantar a partir de esa imaginación lo que estoy escuchando que tiene que ver con la especificidad de la persona a la cual estoy intentando analizar.
–Usted señala que se idealiza un psicoanalista objetivo, frustrante, distante, silencioso, espectador de un proceso unipersonal que se desarrolla únicamente en el paciente, según ciertas etapas previsibles. ¿Cuáles son las dificultades terapéuticas de una visión ortodoxa del psicoanálisis?
–Por empezar no hay una ortodoxia, hay varias ortodoxias. Yo propugno un recuperar. Ortodoxia quiere decir: recto (orto)-norma (doxa). Entonces, si hablamos de ortodoxias, en plural, hay una freudiana, una lacaniana y una ortodoxia kleiniana. El modelo de analista que Freud propone es un modelo de analista activo, un analista participativo que coincide con la epistemología contemporánea, con el horizonte epistemológico en el cual nos estamos situando, donde no hay observador no participante. Uno no es un observador de un proceso simplemente, sino que es un copartícipe de ese proceso. Y esto tiene que ver con el principio de incertidumbre de Heisenberg que dice que hasta en las ciencias duras el observador interviene en el proceso que está observando. Es como si dijéramos: un antropólogo puede ir a Africa, pero ya lo que está observando es cómo es esa tribu africana con ese observador que está observando esos rituales. Entonces, yo creo que el tema de la implicación subjetiva del analista es central. Hay que romper con el ideal tecnológico. La ilusión que, en algún momento se tuvo de que el analista observa un proceso del cual él es ajeno y que obedece a un paradigma de ciencia, donde la ciencia se puede plantear en ausencia de un observador que es parte del fenómeno que está observando, es obsoleta. Y esa concepción le ha hecho mucho daño al psicoanálisis porque, en algún punto, muchos pacientes actuales dicen: “Yo no quiero un psicoanalista que sea un personaje sordo y mudo. Quiero alguien con quien dialogar”. Y yo rescato el diálogo, como rescato que cuanto más simétrica sea la relación analítica más posibilidades hay que esa situación conduzca a generar novedad y evite el exceso de idealización que puede generar tanto un analista demasiado silencioso como un analista que interpreta a ultranza en función de un sistema prefabricado.
–¿Por qué cree que el deseo de curar no está ausente en el análisis sino puesto entre paréntesis?
–Porque muchas veces se confundió que el verdadero psicoanálisis no tiene intenciones terapéuticas. Esto no es lo que planteaba Freud. El decía que para que un psicoanálisis se desarrolle tienen que darse dos condiciones: tiene que darse sufrimiento por parte del paciente y curiosidad. Si no hay sufrimiento y sólo hay curiosidad se dificulta mucho un proceso analítico. Si sólo hay sufrimiento y no hay curiosidad, lo único que el paciente pretende es una pastilla o un atribuirle a otro la responsabilidad y no lo puede ver como generado por sus propios conflictos. En ese sentido, yo diría que privilegiar la dimensión terapéutica es privilegiar el hecho de que ese paciente viene con un monto de sufrimiento. Y no es simplemente un epistemofílico que viene a conocer su mundo interno o su historia sino que viene a conocer su historia para aliviar los sufrimientos actuales.