El nihilista lúcido –el último maldito de la literatura francesa nacido en el siglo XX– regresa con una nueva novela. Michel Houellebecq publicará Serotonina el próximo 4 de enero en Francia, con una tirada descomunal de 320.000 ejemplares, y cinco días después llegará a las librerías de España, Italia y Alemania. Sus editores en francés y en español son grandes estrategas; saben cómo generar expectativas, cómo vender al gran provocador que trabaja con esmero y dedicación sus novelas y su imagen de escritor, una construcción que le rinde tributo a la figura del antiintelectual que pone el dedo en las llagas, los miedos y los fantasmas de los individuos, apelando a un tono involuntariamente trotskista que consiste en predicar el “cuanto peor, mejor”. La polémica le sienta bien y la sabe administrar, como si fuera un recurso elemental de alguien que cultiva la incorrección política y que teme quedarse fuera de órbita si se agota ese capital. “Houellebecq construye un personaje y narrador desarraigado, obsesivo y autodestructivo, que escruta su propia vida y el mundo que le rodea con un humor áspero y una virulencia desgarradora”, revela la editorial Anagrama y agrega que “sigue siendo un cronista despiadado de la decadencia de la sociedad occidental del siglo XXI, un escritor indómito, incómodo y totalmente imprescindible”.
El protagonista de Serotonina, Florent-Claude Labrouste, tiene cuarenta y seis años, detesta su nombre y se medica con Captorix, un antidepresivo que libera serotonina y que tiene tres efectos adversos: náuseas, desaparición de la libido e impotencia. La deriva del personaje arranca en Almería, con un encuentro con dos chicas que hubiera acabado de otra manera “si protagonizasen una película romántica, o una pornográfica”, continúa por las calles de París y después por Normandía, donde los agricultores están en pie de guerra. “Francia se hunde, la Unión Europea se hunde, la vida sin rumbo de Florent-Claude se hunde. El amor es una entelequia. El sexo es una catástrofe. La cultura –ni siquiera Proust o Thomas Mann– no es una tabla de salvación”, anticipa Anagrama.
Serotonina sucede a la controvertida Sumisión (2015) –que vendió casi un millón de ejemplares en todo el mundo y cuya distribución en las librerías francesas coincidió, como si respondiera a un macabro plan publicitario, con el atentado terrorista al semanario satírico Charlie Hebdo–, donde Houellebecq imagina a un líder de un partido islamista aparentemente moderado que logra engatusar a la izquierda para que vote por él en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas del 2022, con el fin de evitar precisamente la victoria del Frente Nacional. Houellebecq exagera la influencia de la religión de Mahoma en la vida cotidiana francesa y postula, en la ficción, que la Soborna es una universidad financiada por millonarios emires, que en las paredes hay versos del Corán y el rector está casado con tres esposas. Hasta Charlie Hebdo le dedicó una viñeta en una de las tapas del semanario en la que se desplegaba una caricatura del autor de Las partículas elementales junto a la siguiente leyenda: “¡Escándalo! ¡Alá ha creado a Houllebecq a su propia imagen!”
“Tengo cuarenta y seis años, me llamo Florent-Claude Labrouste y detesto mi nombre de pila –confiesa el narrador de Serotonina–, creo que procede de dos miembros de mi familia a los que mi padre y mi madre, cada uno por su lado, querían honrar; es tanto más lamentable porque por lo demás no tengo nada que reprochar a mis padres, fueron excelentes en todos los sentidos, hicieron todo lo posible para darme las armas necesarias en la lucha por la vida, y si al final he fracasado, si mi vida termina en la tristeza y el sufrimiento, no puedo culparles a ellos, sino más bien a una desventurada cadena de circunstancias de las que tendré ocasión de hablar –y que incluso constituyen, a decir verdad, el objeto de este libro–, no tengo absolutamente nada que reprochar a mis padres aparte de esa nimiedad, ese molesto pero nimio episodio del nombre, no solo me parece ridícula la combinación Florent-Claude, sino que me desagradan sus dos elementos; en suma, considero mi nombre un fallo garrafal”. Florent-Claude, el cuarentón que detesta su nombre, descubre unos escabrosos videos pornográficos en los que aparece su novia japonesa, deja el trabajo y se va a vivir un hotel. En las casi trescientas cincuenta páginas de Serotonina, el personaje en cuestión deambula por la ciudad, visita bares, restaurantes y supermercados. Filosofa y despotrica. También repasa sus relaciones amorosas, “marcadas siempre por el desastre, en ocasiones cómico y en otras patético”.
A los 60 años, el autor de Ampliación del campo de batalla (1994), Las partículas elementales (1998), Plataforma (2001), La posibilidad de una isla (2005) y El mapa y el territorio (2010), con la que obtuvo el Premio Goncourt, el máximo galardón de las letras francesas, sabe que el mejor fusil es aquel que dispara la insolencia de una ironía extrema, que no se rinde ante la corrección política.