El extraño caso del realizador argentino Sergio Mazza incluye una particular estrategia de lanzamiento: casi siempre estrena sus películas en tándem. El amarillo y Gallero, a pesar de haber sido rodadas con algunos años de diferencia, fueron estrenadas el mismo día de 2009; Graba y el documental Natal, en tanto, llegaron a las salas de cine con apenas quince días de diferencia, en 2013. Si la gran excepción fue El gurí (2015), ahora vuelve a confirmarse esa regla no escrita con Vergara, que anticipa la llegada de One Shot, anunciada para la semana próxima. Cineasta genuinamente independiente, cuyos relatos usualmente elípticos hacen gala de un minimalismo narrativo no exento de emotividad –una emotividad solapada, asordinada–, Mazza confirma en Vergara esas predilecciones formales. El trasfondo es nuevamente, como en varias de sus películas anteriores, el interior del país, en este caso la ciudad de Rosario, con predilección por sus zonas portuarias. Como en algunos de sus títulos anteriores, por otro lado, reina aquí una sensación de melancolía y desencanto, encarnada a la perfección por su personaje principal, Marcelo Vergara (un Jorge Sesán que puede pasar de la pasividad al brote de ira sin solución de continuidad), un hombre solitario angustiado por la necesidad de cumplir en el futuro aquello que no pudo lograr en el pasado.
Vergara quiere ser padre. Es casi lo primero que le dice a su amigo luego de pelearse con una mesera por la correcta confección de un café cortado. Quiere ser padre y no pudo serlo con su anterior pareja, a pesar de “no cuidarse” durante tres años. El hombre perdió su trabajo como conductor de un programa radial hace poco y acaba de separarse, todo un abismo abierto ante sus pies. El tono gris y algo amargo de las primeras escenas, como casi la totalidad de la película, están apoyadas desde la banda sonora por un cuarteto de jazz clásico dirigido por Mariano Barrella, una elección que a priori puede parecer a contracorriente (por inapropiada o por su recurrencia) pero que, eventualmente, demuestra tener una lógica sónica propia. Como la película en sí misma, que navega las aguas de la comedia lacónica, deudora tanto de la excentricidad ligera de un Martín Rejtman como del humor agazapado de Aki Kaurismäki. Mazza prepara y dispara sus micro gags –tanto visuales y/o silenciosos como basados en el absurdo de ciertas situaciones– en cuestión de milésimas de segundo, casi como si fueran de combustión espontánea.
“Vengo a hacerme una biopsia testicular”, dice el protagonista en el tono más neutro que pueda imaginarse, antes de comenzar con un tratamiento de fertilidad que le permita (eso espera) lograr su cometido en el futuro, con alguna mujer a la que aún no conoce. En esos momentos el nombre del gran director finlandés aparece con más fuerza, como así también en esos planos de los diques del puerto, rodeados de containers llenos de “cosas chinas”, que bien podrían haber sido filmados en las costas de Helsinki. Con una notoria predilección por los planos fijos y simétricos y un formato casi cuadrado que parece apretar aún más los movimientos y pensamientos de Vergara, haciendo uso de las elipsis de manera constante y metódica –tanto procedimiento de puntuación como estrategia para racionar la información–, Mazza construye un pequeño relato de alienación que no sucumbe a la maldad, optando, en su lugar, por una agridulce amabilidad. Vergara es una comedia tristona, casi tanguera, aunque cambie el ritmo del 2x4 por los firuletes del hard bop.