Basada en una pieza teatral a su vez basada en un sonado caso mediático, que supo ocupar horas y horas de programación televisiva y metros de papel prensa hace poco más de una década del otro lado de la cordillera, Niñas Araña marca el debut cinematográfico del director Guillermo Helo, experimentado realizador de tiras de tevé en su país natal, Chile. “Santiago - Carabineros detuvo nuevamente por robo a las menores integrantes de la banda conocida como Niñas Araña por escalar edificios para cometer asaltos”, dispara un cable periodístico de agosto de 2005 luego de una simple búsqueda en Internet. La historia de las tres chicas escaladoras, todas ellas de unos doce o trece años, habitantes del barrio marginal conocido como Toma de Peñalolén, fue llevada con anterioridad a las tablas por Daniela Aguayo, a su vez coguionista del film, cruza de crónica social con relato teen de raigambre televisiva. Una mezcla de combustión casi imposible que alterna la mirada biempensante (y de manual) de la situación social que intenta describir con un desesperado deseo por captar a un público masivo, especialmente el joven.
Avi, Estefany y Cindy cruzan las fronteras de su barrio y pasean hasta llegar a la zona más bacana de Las Condes, ingresan a un shopping y logran hacerse de un par de prendas de vestir. Claro que sin pagar por ellas. La mirada ilusionada, casi extática, del trío ante los objetos de consumo –definitivamente fuera de su alcance– marca el tono general de la secuencia, casi un rito de iniciación. Luego llegará la idea de ingresar a departamentos en edificios de categoría, pasar allí un rato, comer algo (“un poco de ‘suchi’, lo que comen todos los famosos”), hacerse de algo de dinero y objetos a disposición. El embarazo de una de ellas aporta sus ligeras dosis de suspenso durante las escaladas y corridas y las escenas hogareñas condimentan cada una de las historias personales. En particular la de Avi (Michelle Mella), rubia como la miel y víctima de una relación con su madre y padrastro no exenta de hiperbólica sordidez. Y luego, claro, las peleas entre las niñas, la relación con los chicos, las envidias y celos, que Niñas Araña registra como si se tratara de una versión transcordillerana y lumpen de Clave de sol.
Hay algo explícitamente banal en el relato en su conjunto y en sus detalles, además de un tono casi pornográfico en la manera en la cual el colorido de las tomas (planos drone en ascenso, ralentis con música emotiva) y los cortes de montaje pretenden convertir los problemas comunitarios y el odio de clase en entretenimiento con conciencia social. “No tengo miedo, tengo pena”, dice Avi en un momento particularmente declamatorio, una de las tantas líneas de diálogo diseñadas para encapsular esa mirada entre morbosa y piadosa que atraviesa a la película de principio a fin. No resulta extraño que durante los títulos de cierre se escuche la famosa canción infantil de Mazapán “Una cuncuna amarilla”, aquella que hace preguntar a su protagonista “¿Por qué me tendré que arrastrar si yo lo que quiero es volar?”.