Este año se publicaron tres libros de Claudia Masin (Resistencia, 1972). Por un lado, se reeditó su segundo libro, Geología (Caleta Olivia), de 2001, un título central para comprender la gramática poética de la autora, asociada a determinadas temáticas, inflexiones y presencias. “Ciertos libros dicen que los libros te roban el alma y dejan a cambio/ un silencio perfecto, como un regalo. ¿O una advertencia?”, se lee en el poema “Basalto”. Además, el sello Contexto entregó su poesía reunida, con un título, La desobediencia, que define la actitud de Masin ante el mundo y el lenguaje. Y, por último, dio a conocer Lo intacto (Hilos), con poemas basado en films, como ya ocurría en La vista, con el que obtuvo el premio Casa de América de España en 2002.
“Fui muy afortunada a la hora de la publicación, si bien mi poesía estaba muy alejada en sus comienzos de las modas del momento. En los años 90 éramos unxs cuantxs lxs que nos sentíamos algo solxs: escribíamos una poesía lírica en tiempos en que se hablaba de la muerte del lirismo”, cuenta. Actualmente, trabaja en la corrección de dos libros inéditos.
A diferencia de otrxs colegas, Masin es una escritora comprometida con causas sociales y la denuncia de injusticias. “A lo largo de los años, en mi poesía cada vez hay un movimiento más claro dirigido a poner en cuestión lo dado, lo que aceptamos como natural, y en realidad es pura arbitrariedad, violencia”, dice.
¿Cómo ves tu propia obra a la luz de la edición de La desobediencia (Contexto), tu obra reunida? ¿Qué constantes destacarías y qué cambios hubo en la voz poética?
–Las constantes tienen que ver con la presencia de la infancia, no pensada como un tiempo bucólico, idealizado, sino como el momento de construcción de todas aquellas cosas que nos irán esclavizando y empequeñeciendo, aunque también veo la infancia como el inmenso territorio de libertad en el que abrevar a la hora de buscar una relación con los demás, con las cosas, con el lenguaje, que nos libere. Quizás las transformaciones a lo largo de mis libros tengan que ver con la construcción de un discurso político más explícito, con una comprensión mayor del rol político de la palabra como herramienta de desobediencia y de desafío a aquellas certezas que tendemos a aceptar como inamovibles.
¿Cuándo supiste que serías poeta?
–No hubo un momento determinado, como una especie de revelación. Sí puedo contarte, porque eso ocurrió en un momento preciso, cuando yo tenía 15 o 16 años, qué lectura me hizo saber qué era la poesía. Había una biblioteca muy grande y muy variopinta, la biblioteca de mi papá, en mi casa en Resistencia. Un día encontré un libro de Marguerite Duras. Me lo pasaba encontrando libros, la mayoría de las veces de los que se consideran inapropiados para chicos o adolescentes y eso desesperaba a mis padres, pero esa es otra historia. El libro se llamaba La vida tranquila. Aparentemente era una narración más, una novela como tantas que había leído, pero no. Ese libro me cortó la respiración. Estaba escrito de una manera bestial, era intenso, era deseante, era todo lo que más tarde supe que es el discurso poético para mí: puro fogonazo, pura sorpresa y conmoción. La relación que Duras tenía con el lenguaje era distinta de todo lo que yo había conocido. En ese momento me di cuenta de que yo quería eso: escribir así, con esa intensidad. Es paradójico que haya descubierto la poesía a partir de una novela, pero sigue pasándome: a veces encuentro un lenguaje mucho más depurado, más económico, más ligado a la poesía en un libro de narrativa que en uno de poemas.
¿Cuáles dirías que son los sentidos de escribir y de leer poesía?
–Para mí, escribir y leer poesía se relacionan con ejercitar la empatía, la compasión (entendida en el sentido en que la plantea John Berger, como una capacidad tan alejada de cualquier utilitarismo que es, prácticamente, algo sobrenatural), o sea, con poder ponerse en el lugar del otrx, con imaginar cómo sería vivir en el mundo si las condiciones de la propia vida fueran distintas, si una misma fuera un ser distinto. De hecho, gran parte de mi fascinación en relación con escribir acerca de películas tiene que ver con la posibilidad de “encarnar” en la voz de alguien diferente. En cada texto la voz central es la de un personaje de la película en cuestión: una niña, un hombre, un niño trans, atravesados por circunstancias biográficas, dramas, pasiones, geografías que sólo en algunos casos tienen algún punto de contacto con las mías. El odio tiene su anclaje en el miedo, y el miedo a su vez está atado, la mayoría de las veces, a la falta de imaginación o a una imaginación que no ha tenido oportunidades de desarrollarse lo suficiente. Se odia, al fin y al cabo, lo que se desconoce. La poesía es ese lenguaje de la tribu que nos viene a recordar la raíz común, las emociones primordiales que para todos y todas son las mismas.
¿Cómo conviven en tu escritura diversos registros: líricos, íntimos, políticos?
–No hay para mí distinción entre esos registros, pienso lo lírico como profundamente político. El lirismo es, como escribe Diana Bellessi, no la vanguardia sino la retaguardia; viene detrás, no busca anticiparse a nada, su carácter principal es el de ser una escucha, y ahí es donde se torna político: se trata más bien de trabajar sobre las imposturas del yo, sobre esas construcciones monolíticas y adquiridas que llamamos yo, y escuchar lo que es dicho a nuestro alrededor, el habla minoritaria, ínfima, lo que suele ser desechado por irrelevante, por inútil, por estar fuera de la maquinaria de generación de riqueza. Y también se trata de escuchar esa voz que viene del fondo de la infancia, como escribía Yves Bonnefoy, aún no contaminada por los mandatos y los prejuicios, y atreverse a escribir aquellas cosas que una no se atrevería a decir en voz alta, porque resultaría un discurso demasiado emocional o ingenuo. En ese habla infantil, femenina, minoritaria, que se contrapone al discurso adulto, blanco, patriarcal, heteronormado, están para mí las raíces de la poesía. Y ese lenguaje disidente de la poesía tiene efectos políticos.
¿Se puede enseñar a escribir poesía? ¿Cómo es tu trabajo docente en la carrera de Artes de la Escritura de la UNA?
–Creo que, como dice Hélène Cixous, lo que se puede es transmitir, hacer amar haciendo conocer. Apuesto a la transmisión de una experiencia, la experiencia de la escritura de poesía, que no es un saber estanco, cristalizado, sino algo vivo, en constante transformación. Cada poema con el que nos encontramos nos plantea dilemas únicos, y así es como lo pienso: es en ese encuentro particular, irrepetible con un texto que se produce la transmisión en la poesía. Que es, en gran parte, esa transmisión del amor, de la pasión por la intensidad increíble del lenguaje cuando se trata de un lenguaje desobediente, desacatado.
Hubo cambios en la esfera pública respecto de las mujeres, ¿también cambió la escritura de las mujeres, en general asociada con la intimidad y la esfera privada?
–Ya hace muchos años esos cambios en la escritura de las mujeres vienen produciéndose; la esfera pública está desde siempre en la poesía de las mujeres aunque aparezca camuflada bajo la anécdota amorosa o intimista. En la poesía de Susana Thénon, Juana Bignozzi, Irene Gruss, Susana Villalba, por poner sólo algunos nombres, la presencia de esa esfera pública no es menor. Es cierto que en la poesía actual escrita por mujeres hay un autorizarse a hablar, un gesto de ruptura con los temas y modos de escribir erróneamente asociados con lo femenino. Pienso en poetas jóvenes como Luciana Reif, Elena Anníbali, Verónica Yattah y en tantas otras que rompen radicalmente con la idea de “cómo debe escribir una mujer”.
¿La poesía se deja fecundar por otras artes y de qué modo ocurre eso en tu escritura?
–Definitivamente sí. En mi caso, lo que escribo está impregnado por todo aquello que me conmueve, particularmente las lecturas y las películas. En mi caso la escritura poética es sumamente permeable, todo lo que me conmociona pasa a formar parte de mis libros.