En los últimos años, las mujeres y disidencias empezaron a reclamar activa y masivamente una participación más o menos igualitaria en el circuito literario (cuando no, directamente, una transformación cualitativa en una tradición construida mayormente a partir de una perspectiva masculina). Para eso sirve analizar cuáles fueron las condiciones y modos de acceso de las minorías a la cultura en los dos últimos siglos, especialmente a través de la lenta conformación de la literatura moderna y el gesto cada vez más generalizado de las mujeres de tomar la palabra por escrito. Este año fueron varias las películas y libros que recuperaron a una serie de escritoras del siglo XIX y principios del XX con un denominador común: el de llegar a la publicación de sus textos agazapadas bajo un seudónimo masculino o una identidad oculta, cuando no directamente resignando la autoría de un texto propio a un escritor varón. Laura Ramos volvió a contar la historia de las hermanas Brontë, que publicaron sus primeros libros enmascaradas como Curris, Ellis y Acton Bell, Anne Boyd Rioux describió en El legado de Mujercitas la trayectoria de Louisa May Alcott desde la escritura de ficciones sensacionalistas con seudónimo a la firma de un libro sobre chicas que nunca se pensó como exclusivo para chicas. Y dos películas recientes abordan a Mary Shelley, que en 1818 publicó una primera edición de su novela Frankenstein con el ambiguo El autor, y a la francesa Sidonie-Gabrielle Colette, cuyas primeras novelas conforman la serie de las Claudine y se hicieron públicas bajo la firma de Willy, esposo de la autora.
En Mary Shelley (2017), que en nuestro país llegó directamente a Netflix sin pasar por el cine, Elle Fanning interpreta a la joven hija de una familia pobre pero ilustrada que se deslumbra muy tempranamente con un poeta llamado Percy Shelley y se fuga con él, movida por uno de esos amores adolescentes que mezclan sentimiento con calentura. La película imagina un relato en el que todos los cabos sueltos y experiencias de Mary, como la muerte de un bebé, van a dar a ese rompecabezas de cadáveres que es Frankenstein. Y en simultáneo construye, con migajas de discurso inspiracional notoriamente extemporáneo, la epifanía feminista de una autora que se hace plenamente dueña de sí misma en el momento en el que reclama la autoría de su obra y que la sociedad la reconozca como escritora. Ese aplastamiento de la vida en una sola dirección responde en buena medida a las reglas de la biopic y se repite en Colette (2018), donde Keira Knightley es una muchacha criada en el campo que se casa con Henry Gauthier-Villars y se muda con él a París. Henry le llevaba catorce años a Colette y no tardó en sumarla al grupo de escritores fantasma que producían textos para él; extrañamente las primeras novelas escritas por ella, que se publicaron con el nombre de su marido, relatan los años escolares y de juventud de una chica llamada Claudine, en la que Colette volcó parte de su biografía. La película Colette se enfoca en los años que duró el matrimonio con Gauthier-Villars, porque entiende que allí se fragua la rebeldía justa y necesaria para que, después de vivir y escribir varios años a la sombra de un varón (a pesar de que entretanto tuvo amantes mujeres y lesbianas), Colette descubra que puede sola y patee el tablero para seguir con una vida sin él, no sin antes emitir una serie de declaraciones apasionadas al respecto.
A pesar de lo acartonadas y simplificadoras que resultan, estas películas surten efecto cuando en las vidrieras de todas las librerías aparecen de nuevo las novelas de Mary Shelley, de Colette, o de la autora “rescatada” de turno. También son útiles para seguir pensando el estatuto de las autoras en un mundo literario todavía predominantemente masculino, a condición de que unx supere la idea de que se trata de historias encapsuladas en el pasado, en otra época horrorosa en que se limitaba a las mujeres de mil maneras. Fue solo hace veinte años, sin ir más lejos, que la autora de la saga Harry Potter tuvo que firmar sus libros como J. K. Rowling por temor de sus editores a que la firma de una mujer desalentara la compra y lectura de sus ficciones por parte de varones.