Es un clásico de este momento del calendario, y como tal volvió este año: La “fantasía navideña” El cascanueces, de Piotr Ilych Tchaikovsky, tiene una larga serie de funciones que en este fin de temporada también le dan identidad al Colón, hasta con los muñequitos rodeando las entradas del teatro. Con el Ballet Estable del Teatro Colón, dirigido por Paloma Herrera, la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, con Luis Gorelik como director invitado, el Coro de Niños del Teatro Colón, dirigido por César Bustamante, y la participación de alumnos y alumnas del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, se vuelve a presentar este ballet que ha sido catalogado como “el más conocido del mundo”. A lo largo de estas once funciones alternan los roles protagónicos Macarena Giménez y Maximiliano Iglesias, Camila Bocca y Juan Pablo Ledo, Emilia Peredo Aguirre y Facundo Luqui, Ayelén Sánchez y Gerardo Wyss. Las funciones comenzaron el martes pasado y continúan desde hoy hasta el domingo y desde el miércoles 26 hasta el último domingo del año.
La versión que puede verse esta temporada repite exactamente la puesta del año pasado, con su escenografía y vestuario de sobria fastuosidad, respetando el diseño original de Nicholas Georgiadis. Es la célebre versión de Rudolf Nureyev, con la reposición de la también célebre Aleth Francillon, a la que se le ha endilgado un carácter “psicoanalítico”. Es que, entre otros cambios, el coréografo ruso le otorga al mismo bailarín los roles de Drosselmeyer (padrino de Clara, la niña protagonista) y de príncipe. La fantasía onírica, además, se transforma en pesadilla entre murciélagos y seres negros con cabezotas humanas; ya no hay un mágico y luminoso “Reino de los dulces” (ese que Disney ha sabido tomar para su película reciente El cascanueces y los cuatro reinos). Este gesto que en su momento le permitió a Nureyev desplegarse en ambas interpretaciones, ha sido entendido como la vivencia del pasaje de niña a mujer de Clara, enamorada en sus sueños de la figura paterna, que fusiona con su ideal de hombre. Y en la puesta en escena de un inconsciente freudiano desde el que afloran todos los temores infantiles.
Más allá y más acá de Nureyev, El cascanueces es uno de los rituales más duraderos del mundo del ballet, y como tal puede ser disfrutado por un amplio abanico de público. El de los conocedores y habitués, y el de los nuevos espectadores que se suman atraídos por la fama de la pieza y la contundente belleza de la música, que también alanzó popularidad en muchas de sus piezas. El de adultos y también el de niños y niñas, que descubren una obra que no deja de contar una historia de fantasía: la de una niña que recibe un regalo en nochebuena, y esa misma noche sueña con cascanueces, reinos con nieves y golosinas, príncipes y ejércitos, ratones con un Rey de los Ratones. No solo hay un par (una niña) como protagonista, también hay niños entre los intérpretes, en este caso, los del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón (algunos muy pequeños, en los roles de ratoncitos).
Se ha contado una y otra vez que el ballet El cascanueces fue un fracaso en su estreno, ferozmente criticado al ser presentado en la Rusia Imperial por Marius Petipa y Lev Ivanov, sobre la partitura de Tchaikovsky. “No tiene una historia, sino una serie de escenas inconexas, que recuerdan las pantomimas de las que los teatros de boulevard hacen alarde”, escribió la crítica de la época. En su estreno en 1892 en San Petersburgo, tuvo once representaciones y se bajó de cartel. Tuvo que esperar hasta 1919 para ser repuesto en Rusia, y hasta 1934 para su estreno en Inglaterra. Hasta que Disney metió la cola, y en 1940 utilizó parte de la música del ballet para la película Fantasía. Casi veinte años después, la versión de George Balanchine con el Ballet de Nueva York marcaba un hito, entre otras cosas, transmitido por televisión para todo Estados Unidos. Acaso tuvo que transcurrir toda esa historia con sus idas y vueltas, para que la singular belleza de piezas como el “Vals de los copos de nieve” o la “Danza del hada del azúcar”, o el gran clímax del “Vals de las flores”, o la raigambre popular de la “Danza árabe” o la “Danza rusa” no solo permanecieran en el mundo del ballet, sino que alcanzaran a capas amplias de públicos. También a los de estas funciones en el Teatro Colón.