El pasado 15 de enero murió el historiador Juan Carlos Garavaglia. Falleció en París, ciudad que lo recibió durante buena parte de su exilio político, donde realizó sus estudios de doctorado en la EHESS—la prestigiosa institución dedicada al estudio de las Ciencias Sociales—y a la cual se integró como Directeurd’Études entre 1991 y 2009. Antes, durante y después de estos años trabajó en otras instituciones de México, Italia y España. En Argentina, la Universidad del Centro de la Provincia de Buenos Aires lo incorporó como profesor en 1986, permitiéndole reinsertarse en el sistema académico nacional luego de su paso por la Universidad del Sur antes de la dictadura.
Nacido en Colombia en 1944 en medio de un viaje de trabajo de sus padres, su manera de hablar y de moverse permitía descubrir una infancia transcurrida en los barrios del sur de la ciudad de Buenos Aires, mucho menos accidental que su nacimiento en Pasto. Porteño inconfundible, nunca dejó de conocer, involucrarse y opinar con pasión sobre la vida política de la Argentina. Y pese a que la mayor parte de su trayectoria académica la desarrolló fuera del país, sus visitas eran sumamente frecuentes, motivadas por reuniones científicas, seminarios, pero principalmente por la necesidad de entrar en contacto con las fuentes de los archivos y bibliotecas nacionales, provinciales e incluso, locales. Durante varios años, entre finales del siglo XX y comienzos del XXI, lo vimos partir hacia de San Antonio de Areco para consultar el archivo parroquial en el cual pudo trabajar “a sus anchas” —como agradecía al cura de aquella iglesia en la introducción de San Antonio de Areco, 1680-1880— y que le permitió contar la historia de ese pueblo durante doscientos años y demostrar cómo a 80 km de Buenos Aires, “la arquitectura local de los mecanismos de poder que acompañó la construcción estatal dio resultados tan complejos, y en muchos sentidos, diferentes a lo de la capital porteña”. Estos juegos de escalas, desde lo local a lo global, su trabajo “en lo micro”, en una interacción casi adictiva con la documentación histórica, puso en evidencia en su obra, la fertilidad y potencialidad explicativa de muchas historias “mínimas”.
El Gara, como rápidamente nos acostumbramos a llamarlo, se fue y nos dejó mucho. Nos dejó un pasado nuevo, una historia mejor. Juan Carlos Garavaglia sospechaba que en la pampa había algo más que vacas y gauchos, desconfiaba de esa“nada sociológica” como él mismo caracterizaba a las imágenes disponibles sobre la región hasta entonces. A partir de un profundo conocimiento del mundo campesino preindustrial y a través de un paciente y monumental trabajo de archivo, descubrió una sociedad ignorada por casi todos: hombres, mujeres, familias, tradiciones, costumbres, conflictos y relaciones de poder hasta el momento desconocidas.Su liderazgo intelectual y su entusiasmo vital contagiaron a varias generaciones las ganas de saber más acerca de ese pasado.
En esta aventura fue encontrando compañeros de ruta —como Juan Carlos Grosso, Jorge Gelman o Raúl Fradkin, entre otros— que multiplicaron la evidencia y dirigieron investigaciones en distintas universidades del país y del extranjero. Estos hallazgos pusieron en entredicho viejos mitos —el principal: el del gaucho como símbolo principal del panteón nacional— y algunas imposturas historiográficas que consideran a la historia colonial como una suerte de “arqueología” y datan el inicio de la “verdadera” historia argentina recién hacia finales del siglo XIX. Otros problemas del mundo latinoamericano atrajeron su interés y en los últimos años dirigió una importante investigación colaborativa sobre la formación de los estados nacionales de América latina en la Universidad PompeuFabra de Barcelona, donde fue nombrado Profesor Emérito.
¿Podría haber hecho este camino sólo? Quizás. Sin embargo la mayor parte de sus emprendimientos fueron colectivos. Bajo distintos formatos y soportes, más o menos institucionalizados, propició encuentros entre las personas y los grupos que transformaron el presente de muchos de quienes intervenían. El pasado se modificaba en el marco de un trabajo riguroso y solidario a la vez. Lo hacía apelando al intercambio entre las personas y los grupos con la certeza de que de allí algo bueno debería salir. Confiaba en que esa tarea, realizada de esa manera, también construía un nuevo futuro.
Hace apenas unos años, en 2014, su trayectoria fue reconocida con el premio Raíces, que otorga el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de Argentina a investigadores del país y extranjero por su contribución al fortalecimiento de la cooperación internacional en sus áreas de experiencia. En varias oportunidades manifestó sentirse particularmente honrado por esta distinción.
Uno de sus últimos libros —Una juventud en los años sesenta— revisaba su propio pasado que también lo había encontrado comprometido con su tiempo. Sin la pretensión de hablar sobre los acontecimientos de esta época, que, recalcaba, tienen sus especialistas, buscaba saldar una deuda que Juan Carlos decía tener con sí mismo pero, además,quiso hablar a los jóvenes. Este libro los tenía como destinatarios y veía necesario comunicarles, en primera persona, la experiencia de aquella otra juventud, hacerla “menos borrosa y menos terrorífica”. Su reconstrucción no fue condescendiente ni con su generación, ni con él mismo, sin embargo Garavaglia buscó en este libro recuperar el tono de aquella época y de una juventud enmarcada en las organizaciones armadas —y de Montoneros en particular—que pensaba que era posible transformar el mundo.
Como un buen padre, y pese a lo repentino de su partida, el Gara dejó un camino sólido y muchas líneas de trabajo para poder continuar la tarea. El sentimiento de orfandad, sin embargo, es aún muy intenso. Hoy, gracias a su iniciativa, tenemos una historia más larga, más rica y la posibilidad de analizar nuestro presente desde la profundidad de aquel pasado que contribuyó a construir.
* Historiadora e investigadora de CONICET.