Con obras o sin obras, Buenos Aires y su área metropolitana siguen transformándose en una ciudad vulnerable a las inundaciones. Diluvia y sube el agua al norte, oeste o sur de la avenida General Paz. En este caso, no funciona como límite. También las calles porteñas se convierten en vías navegables. Se multiplican los problemas y la escala de damnificados tiene su pico de crecida en los sectores más pobres. Desde la villa Papa Francisco de Lugano hasta amplias zonas de Quilmes, donde ayer el intendente Martiniano Molina ni siquiera era una presencia virtual. Tres días antes de que cayeran los últimos 55 milímetros, había sido denunciado por organizaciones vecinales de no hacer ni uno solo de los trabajos que se le pidieron. La recolección de basura en barrios afectados, la reparación y mantenimiento de bombas de desagote o la limpieza de zanjas y canales aliviadores.

Su colega Horacio Rodríguez Larreta, el mismo que en 2012 decía –cuando era jefe de Gabinete de Mauricio Macri en CABA– “si llueve, nos volveremos a inundar”, contribuye bastante a que se cumpla una y otra vez su propio presagio. Los derechos y obligaciones de los vecinos son apenas un decálogo virtual en las páginas de su gobierno o a lo sumo, una voz grabada en el teléfono fijo: “No circular por calles anegadas, no manipular artefactos eléctricos, asegurar elementos en obras en construcción” y pedidos por el estilo. 

Esas demandas a la conciencia ciudadana no se compadecen con lo que está a la vista. No tienen la mínima reciprocidad de su gobierno. Obradores interminables, zanjas abiertas en calles y veredas, vallados desplomados porque se aflojan los suelos, alcantarillas tapadas, estaciones y formaciones del subte inundadas, pasos bajo nivel transformados en piletas techadas, autos que flotan como si fueran góndolas venecianas, en definitiva, escenas que parecen sacadas de películas como Los Inundados, de Fernando Birri, o El Viaje, de Pino Solanas. 

A esas tribulaciones que ponen en juego las vidas de los porteños, que en ocasiones matan –como sucedió con Cinthia Báez, la joven en situación de calle que murió fulminada por un rayo hace una semana en la autopista Dellepiane–, se las estimula desde el Estado por complicidad o desidia. Valen más una torre con amenities en Barrio Norte o un country en el Gran Buenos Aires que la prevención de accidentes en el espacio público de la ciudad o los humedales del Tigre como catalizadores del calentamiento global. Las consecuencias de privilegiar los intereses inmobiliarios se perciben con nitidez. No las ve quien no las quiere ver. Los espacios verdes están en declive. Igual que el agua, el cemento y el hormigón también inundan Buenos Aires. Cuando se mezclan sin control sobreviene el desastre.

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