Poco después de superada la página 200 de El visitante –título vaya uno a saber qué número de Stephen King– alguien se hace una pregunta tan inquietante como definitiva para el curso de la apasionante novela que hemos estado leyendo hasta entonces. Es una pregunta que va a alterar profundamente la naturaleza de la posible respuesta. Y la pregunta que le hace su mujer, Jeanette, al tan decente como culposo inspector de policía Ralph Anderson –cada vez más confundido por el caso que está llevando– es tan inquietante como “muy sencilla: ¿qué pasa si la única explicación al enigma de los dos Terry sea algo sobrenatural?”.

  Y, claro, es una pregunta más que pertinente; porque cómo justificar la presencia del sospechoso –el idolatrado y querido y popular entrenador de colegio Terry Maitland– en la escena de un asesinato rebosante de sus huellas y ADN y, al mismo, a cientos de kilómetros de distancia acompañado por testigos más que confiables y filmado por cámaras que no mienten.

  La explicación exacta para lo inciertamente inexplicable es, a partir de entonces, lo que convierte a El visitante –hasta entonces un magistral y muy intrigante procedural legal-policial à la CSI que podría estar firmado por un Scott Turrow o un John Grisham en la cumbre– en una/otra de terror. Y en algo de lo mejor que ha hecho Stephen King luego de esas decepciones parciales en la Trilogía Bill Hodges (aunque es más que bienvenida aquí la coprotagónica de aquellas y muy particular y obsesiva-compulsiva investigadora Holly Gibney quien, de algún modo, aclara a la vez que enturbia las dudas de Jeanette Anderson cuando dictamina que “Todo es posible. El mundo está lleno de grietas y rincones oscuros”) y aquel reciente descalabro casi imperdonable de Bellas durmientes junto a su hijo Owen.

  Porque en El visitante está lo mejor de siempre pero sorprendente, gratamente libre de las taras y tics inevitables de alguien que lleva tanto tiempo haciendo lo suyo. Aquí –como ya sucedió no hace mucho en la magistral Revival– no hay relleno ni sobra nada, se propone un elenco de personajes entrañables aún en sus actitudes más miserables, buena parte de la acción descansa no sobre descripciones farragosas sino sobre perfectamente aceitados diálogos en boca de un elenco de personajes entrañables a pesar suyo que el lector se demora en querer (y en llorar, porque más de uno de ellos no llegará a la última página) y, sí, el libro es generoso a la hora de eso de dar miedo.

  Y novedades más que destacables: King cambia su paisaje habitual (Maine y alrededores) y baja hasta el sur casi fronterizo de Flint City, Oklahoma, para explorar mitos tex-mexicanos donde las perfectas malas películas con luchadoras enmascaradas se funden con los mitos ancestrales. Sí: El visitante es a Stephen King lo que Coco es a Pixar. 

  Y acaso lo más importante de todo (luego de momentos graciosos y tremendos y muertes inesperadas que son casi como las de un ser querido para el lector, así como un nuevo ajuste de cuentas con Stanley Kubrick por lo que le hizo a El resplandor, un homenaje/palmada en el hombro a Harlan Coben, referencias al “William Wilson” de E. A. Poe y guiños a aquellos hombres de ley fuera de la ley psicópatas y fronterizos de Jim Thompson, y una muy elegante y apenas subliminal denuncia del efecto tóxico de las redes sociales y las fake news y Donald Trump en el inconsciente colectivo) King despacha el duelo final con uno de sus monstruos más temibles desde el payaso Pennywise en apenas un puñado (y no cientos) de páginas de eficaz acción y emoción. 

  Recién entonces –por mérito y astucia de su autor– nos damos cuenta que con El visitante ha conseguido la más elegante y magistral reescritura de Drácula porque aquí, como entonces, un puñado de valientes antihéroes se enfrenta a un vampiro que en lugar de chupar sangre, chupa de personalidades.