Tengo especial simpatía por las influencias indirectas. Las que operan al costado de la vida, que meten ficha mientras no te das cuenta. Una de ellas es la de nuestro primer radiograbador Noblex y los compilados que armaba mi mamá, a sus treinta y pico, recién separada de mi padre. El Noblex llegó a casa como llegan las decisiones importantes. Después de un año de estar en batón, mamá salió de la cama, encaró su nueva vida y lo trajo a nuestra casa. El radiograbador también venía a reemplazar al tocadiscos que habitaba en el living y que en el reparto de los bienes se había ido a la casa de mi papá. El Noblex era gris, doble casetera, con botones de colores rojo rec, verde play. Tenía una manijita para llevarlo a todos lados y dos parlantes. Parecía un instrumento. Elegante como un sinte y funcional como un sampler.
Mi mamá grababa canciones de la radio y así iba armando el repertorio. Eufórica música de los 80 y a veces un tema melódico que contagiara autoestima. La sucesión azarosa de las canciones, los cortes inesperados, piezas grabadas con urgencia sobre otras eran el acto sonoro de cómo alguien se reconstruye: a los tumbos, rebobinando, superponiendo, dejando huecos.
Lo que me gustaba de esas grabaciones era la intervención indirecta del curador, la impronta de dj mamá. Recuerdo especialmente “Uptown Girl” de Billy Joel. Su fuerza epifánica explotando en el estribillo, una arenga personal para que mamá se levantara y volviera a creer. Su beat poderoso y como aún hoy, cuando la oigo, tengo que dejar lo que estoy haciendo para bailar como una demente. Pero la “Uptown girl” que yo conocí tenía ciertas licencias, intervenciones musicales azarosas que quedaron como un sello. En el puente, después del estribillo, cuando el coro de Billy emitía el “oh oh oh oh oh”, el “pipipiii” de la radio (que indicaba la nueva hora) no podía contenerse y se sumaba al ensamble. Antes, casi al inicio, la canción se veía brevemente interrumpida con una pausa temerosa de no estar grabando y acto seguido el rec-play volvía, disipando toda duda, dejándonos con la intriga de ese silencio accidental. Y cuando el estribillo final iniciaba el fade out como una despedida, la armónica rabiosa de “Isn’t she Lovely” de Stevie Wonder asomaba y se fundía como una pregunta y entonces el final de mi “Uptown Girl” cerraba con el final de Stevie Wonder.
Lo paramusical se cuela como música: la voz del locutor al inicio o al final de la canción, el “pipipi” de la hora, el sonido del rec-play como un “clack”. En esa porción de aire entra el relato mínimo de quien en ese momento siente el impulso y la decisión de grabar, la emoción de haber podido al fin encontrar esa canción en la radio. Atraparla aunque sea desde su segunda estrofa, pisar a la canción que está debajo y que ya no es tan importante. El ruidito del stop como una decisión: ¿cortar antes para no escuchar al locutor o dejarlo y oír, detrás de su voz, como se desvanece la música? Y a veces, como una sorpresa, los silencios, tierra virgen de la cinta del cassette que entre tanto rec-play no ha sido intervenida y suena como el mar, como la respiración.
El grabador no sólo pasaba música, era, a su manera, un instrumento musical. Mi primer instrumento. No por nada lo que más me gusta de la música es grabar, podría pasar horas grabando, desperdiciando la luz del sol porque me detuve buscando un sonido. Esa sensación en donde el tiempo se vuelve elástico, donde una canción se define en un minuto y un simple arreglo se vuelve eterno. En el juego infantil de grabar puedo perderme buscando un sonido y lo que más me gusta es cuando además de su timbre me muestra su ruido, su respiración. Cuanta más porción de aire trae más me gusta porque siento que esa vibración está contando una historia, casi como si pudieras oír a una persona, un ambiente, un tiempo espacio distinto.
Las grabaciones del Noblex eran una obra personal, un diario íntimo sonoro de quien decide salir adelante y reconstruirse. De a poco, nunca linealmente, nunca una canción detrás de otra, siempre con caos y desorganización. Con mucho ruido y algo de silencio. Puedo ser fan de ese compilado porque cuando compongo me sumerjo en un caos parecido y pienso en estrellas o en un mar profundo. Como si fuera a pescar un sonido en un río revuelto o como si fuera a encontrar una melodía mirando al cielo, esperando que pase una estrella fugaz o satélite que en mi mente fue creado para mi. Y porque cuando escucho música me gusta descubrir y sentir que encontré algo que me estaba destinado. Descubrir es azar y el azar toma tiempo. El azar no siempre es una playlist ordenada y digitada por un algoritmo. No es inmediato. La música te encuentra si la buscás. Por eso puedo sentirme perdida a la hora de difundir mis canciones porque no puedo obligar ni insistir para que las escuchen. No me puedo meter entre mi música y su posible oyente porque es un acto íntimo, magnético, ¿qué tengo que andar haciendo yo ahí? Las canciones están como una estrella más, entre millones y quizá alguno la ve y sonríe y siente que hay un encuentro especial y presiona un rec para siempre.
Aún conservo ese cassette, un TDK de tapa oscura y etiqueta con renglones en blanco. El Noblex no sé dónde fue a parar. Se habrá regalado o dejado en la vereda con la urgencia de alguna mudanza. El cassette quedó huérfano de soporte, como los diskettes pero la versión performática de “Uptown girl” resuena en mi playlist mental, desordenada pero nítida. Y como una continuación su espíritu se cuela en cada canción que grabo o compongo. Lo mismo la idea de la música como un diario, como una pregunta, un silencio y la seguridad de que no importa cuánto tiempo quieras estar tirada en la cama, en algún momento la señal sonará y la música te transformará.
Julieta Sabanes es música. Editó los álbumes eStar de Camisón (2010) y Deseos Nuevos (2014) y los Ep Vivo en el CCC (2012) y Bosque Suspenso (2018). Da talleres de canto y música y es autora de la viñeta Hice Cualesquiera, ilustrada por Robertita.