1

"«Cuando la falta de sentido de una vida mayor quiere justificarse con la culpa de otra menor, sólo por eso, hay sacrificio», me dijo el psiquiatra. «No te entiendo», le dije. «Tiempo, tiempo», agregó. Me fui con poco aire, medio mareado, sudando en frío, con taquicardia, estrangulándome con la bufanda, me morí".

Escribir eso en el Diario me hizo mal. Me arrancó un llanto tan inentendible como inentendible había sido el nudo en la garganta donde se me había atorado la primera frase. ¿Qué me había querido decir? ¿Por qué no puedo recordarla sin pena? No sé, aunque sí sé que no hubo ni una vez que no haya llorado al volver a leerla, o al recordarla, lo que la hacía todavía más inentendiblemente mía.

2

A veces creo que tiene que ver con su voz. Escribo como si aún lo escuchara, encima. Esa voz pesada, grave aunque agónica, cada palabra empujada a mano por la palabra siguiente, sin importancia de lo que cuente, y con la muda exigencia de oírlo todo hasta el fin. Porque no era lo que decía sino el modo que tenía para decirlo, 'un modo Saer con Clonazepam', escribí en el Diario, animado a mofarlo. Pero, por esas vueltas del tino, la burla terminó mofándome, esa voz avanzó sobre mí como larva de moscarda, interrumpió mis ganas de leer novelas, su sopor embarazó la literatura, y desde entonces no había forma de separarlas. Eran una, y eran él, esa palabra cortada a cuchillo.

Mirá que me hubiera gustado ser Renzi, escribir un diario como el de Piglia, páginas y páginas de microscopía semiótica, pero se me vuelven vaho. Siempre. ¡Esa voz! Como cuando arrancaba a hablar de buñuelos, estufas o camiones, o se tomaba mil minutos plácidos de descripción de cómo verter, por ejemplo, el chorro de soda en un vaso de 6cm de diámetro. ¡Una voz con ley de gravedad! Creo que cada vez que vuelvo a recordarlo, vuelvo a lastimar mi Diario, mi oído, y me escudo en la cera de la oreja.

3

-Nadie me escucha -decía siempre.

-Yo sí -le decía siempre.

-Nadie -volvía a decir.

-¡Yo, yo sí! -le repetía levantando la mano como quien había estudiado para el exámen.

-Nadie, nadie -concluía.

-Es que cuando hablás... -le insinuó, fastidiado, una vez su hermano, mi tío.

-¡Te lo dije! ¡Lo sabía! ¡Ya nadie me escucha, ni vos! -le recriminó agarrándose la cabeza, apoyándose con los codos en la mesa, y llorando sin consuelo.

Él lo sabía, ¡lo sabía! Había que hacer como si lo escucháramos porque era como si no lo escucháramos. Algo así.

4

"A él no lo ataquen, porque él tiene buenas intenciones, él no lo hace de malo, él es así, él, él, él", siempre había alguien, también yo mismo, que lo justificaba dejando allanada la continuación de su voz y exhibida la propia derrota.

Así fue que se me ocurrió -mientras él hablara sobre el mal estado actual de los lácteos, por ejemplo-, empezar a recitar en silencio, sin que se dé cuenta, cantinelas de ingeniería:

"¿Cómo está compuesto el retrete? Taza, cisterna, boya, el mecanismo de la cadena y el sistema de recarga. La clave está en el efecto sifón. El sifón es una tubería conectada a la taza cuya función es mantener el nivel de agua constante y actúa a modo de cierre hidráulico, evitando así, que los gases y los olores desagradables suban por las cañerías y lleguen a casa. La cisterna actúa como un cubo de agua. El agua entra a la taza a través de los agujeros que hay en el borde y a través de un agujero más grande que empuja la mayor parte del agua de la cisterna directamente al sifón. Cuando la cisterna se vacía, un flotador cae hasta la base y acciona una válvula de llenado…".

Y así, horas de plomería interna para que él creyera que lo estaba escuchando. E igual, nada parecía suficiente.

-¡Ves! ¡No me estás escuchando! ¡Ya nadie me escucha en esta casa! -me decía, pegándome en la oreja, como si quisiera despertarme de un sueño.

Si por algún motivo ese sistema de válvulas de carga y descarga ya no me funcionaba, apelaba al terror fantástico: me lo imaginaba con la lengua cortada, desangrándose como en película de Tarantino, sin poder decir ninguna palabra más, sólo onomatopeyas o sonidos guturales, atragantándose con su misma sangre o saliva hasta perder la conciencia y caer derramado. Y, entonces, ahí sí, vuelto el silencio, empezaba a irrigar oxígeno por el agujerito de mi oreja, como silbido de carpintero trabajando, y yo, destapado, ya estaba listo para seguir, aunque medio culposo.

5

-Hay que soportar, hay que poder, se puede, taca taca, taca taca. Siempre lo mismo, dos muertos encima durante veinte años, ¡veinte años! ¡¿Qué somos, asesinos?!, ¡¿vos a quién mataste?! -me dijo mi hermana con tono cansino pero como tomando envión para despegar.

-No sé, es inentendible.

-No es inatendible, son dos muertos viejos echados sobre la mesa del viejo.  La abuela, la tía, el tío, las primas, ¡mamá!, y el Viejo, fundido como está, no pudo ni puede amortizar, ¿entendé'? Es igual que en la economía pero no es economía. ¿Vos sabés a dónde van a parar las cosas pendientes?

-No sé.

-Na sá, na sá, ¡¿todo "na sá" vas a decir hoy?! ¡A nosotros, idiota! ¡¿A quién va a ser?! A vos y a mí, como por un tubo desde la primera generación a la tercera, la nuestra, por la miseria de la segunda, la del viejo, ¿entendé' ahora?

-No del todo -volví a decir.

No del todo viniendo de ella, pero por algo lo transcribí en el Diario junto a un video de youtube que se llamaba "Superman Dad, Padre salva a sus hijos en el último segundo". Es un video donde los nenes están por caerse de un caballo, de una hamaca, de una canoa, y ¡zas!, aparece justo la mano salvadora del papá. Si lo googleás lo encontrás. Lo linkeé al hablar con mi hermana porque no hay en este mundo alguien que haya acumulado tantos golpes como ella, el Centro de Salud era su casa, ansiosa, torpe, abocada a pequeños suicidios semanales, se pasó miles de veces de la raya, del límite, de largo, está toda tatuada de tan pasada. ¡Mi hermana! Como decía la abuela, "¡esa pibita no tiene padres!". Visto desde acá, más que padres, "esa pibita no tiene manos", anoté en el Diario. Y agregué, "las relaciones al padre no son lineales, como decía Flaubert, hay que ver en qué detalles".

6

"Si te vas, ¡me mato!", me dijo. "No me podes decir eso, ¡no seas tan hijo de puta!", le dije. "Me mato, me mato, dejáme que me mato", añadió. "Pará, tranquilizáte, ¡soy tu hijo!", añadí. "¡Pará, nada! ¡Hijo de una mierda! Dejáme que me mato", sentenció. Me fui primero por las válvulas, y no me cerraron. Intenté cortarle la lengua, los dedos, reventarle los ojos, nada hacía mella. Y ahí descubrí que hay un agujero en la cabeza por donde se puede partir sin huir. Lo hice, me fui por ahí hasta quedar pegado de una lámpara, desde donde nos veía abrazándonos, llorando desconsoladamente, ya sin saber si estábamos vivos o muertos, de pena o en pena.

Me hizo bien partirme. "O peor, fue tu último sacrificio al dios padre. Él te echó su cadáver encima, y vos le entregaste tu cerebro", me dijo. "Ay, ¡¿qué vida de mierda?!", pensé. "Al menos pudiste decir algo, porque, en medio de todo eso, las palabras no abundan", agregó. "Ay dios, ¡ya no tengo fuerzas para nada!", pensé de nuevo. "Tan Cristo", dijo, como si me hubiere escuchado telepáticamente o como si lo hubiere dicho en voz alta sin darme cuenta. Pegué un salto, lo miré con sospecha, agarré la campera de corderoy, y me fui.

Raro, medio mareado, con paso arrítmico, sin saber si había estado en un monte griego o en un consultorio, si me había hablado una zarzuela o una psiquiatra, si lo había vivido o soñado. La desesperación me iluminó a hacer fotosíntesis en el Diario, trazando los primeros y últimos versos que escribiría en mi vida:

"Soy tu hijo, eres

mi padre, no me mates, no

puedo ser quien te haga sobrevivir

y no puede depender

tu vida

de la mía", o

"soy tu hijo, no

puedo cerrar con mi culpa

tu ausencia de causas

para vivir", o

"soy

tu hijo, vivías antes

de mi vida, tus razones

preceden a mi

existencia, tu muerte tendrá una historia

que no puedo cubrir

con mi culpa", o

"soy tu hijo, no te mates

ahora, dáme tiempo

para que, si quieres

matarte, ya no sea

por mí, ni me vaya

contigo", o

"soy tu hijo, eres

mi padre".

No se porqué pero me hizo bien escribirlo. Tan bien como jugar con mis hijos. Desde hace ya un tiempo que ellos tienen predilección por un juego. Se ríen mucho haciéndolo. Cuando sucede es un día feliz. Y quieren que lo repitamos una veintena de veces más. Primero, se atrincheran juntos en un rincón, a una distancia considerable de mí, y arman barricada con el sillón. Luego, una vez que están bien resguardados y les queda margen para huir, empiezan a gritarme: '¡Pa-pa, pa-pa! ¡Leru-leru! ¡Pa-pa!'. Es entonces que yo salgo a correrlos, haciéndome el ofendido, el desautorizado, gritándoles con rigor: "¡¿Cómo que papa?! ¡Ahora van a ver! ¡Papá, se dice! ¡¡Pa-pá!!". Y los tres corren riéndose de su osada acción de profanación. Mientras yo corro riéndome de su mariscal burla a mi destino.

7

Los hijos no deberían burlarse de los padres, de mí tampoco. Juego, estoy feliz, pero después me siento mal, como mofado, no sé. E inmerso en ese sentimiento, me vienen los recuerdos. Un tiro me confesó, partido, que tenía que lidiar con una pesadilla, no lo dejaba dormir, lo enfrentaba a dos cadáveres que querían llevárselo: "Es tu turno". "Prepárate la muda que a la madrugada sale el tren". "Y allá hace frío, mucho frío". "Hela todas las mañanas como las mañanas más frías del campo que nos despilfarraste en juergas y en juego, ¡miserable hijo de remil putas!". "¡Delincuente!". "¡Malandra de mierda!". Y despertaba desesperado. Sin poder salir del sueño. Sin querer volverse a dormir.

Ya no hablaba, de sueños, sólo de esos dos viejos espectros que lo visitaban, una y otra vez, contra su voluntad. Un día, medio cagado, medio mareado, me preguntó: "¡¿Qué son, hijo?!, parecen vivos, ¡¿qué quieren?!, tengo miedo de dormir, tengo miedo de que vuelvan a aparecer, que me lleven, que ya no me pueda despertar más, no sé, hace nueve noches que no duermo". Le respondí, teniendo nueve nudos en la garganta, con un olvido que nunca me imaginé poder recordar.

-Te acordás el día que me daba miedo ir a buscarte los lentes a la piecita de arriba porque estaba todo oscuro.

-M prec q no -me dijo como pudo porque el llanto ya no lo dejaba hablar.

-Ese día vos hiciste algo medio raro, subiste, hiciste unos ruidos de forcejeo, de dolor, pegaste unos gritos, y después bajaste todo despeinado, y me dijiste: «Ya está, hijo, ¡ufff!, fue una pelea muy difícil, eran como dos o más, pero ya está, me juraron que nunca pero nunca nunca más te van a asustar, hoy fue la última vez, se terminó».

No pude terminar de contárselo. Y del abrazo quebrado de ese día, además de un recuerdo, me quedó una idea inconmovible, que, mientras intentaba decírsela, me venían las lágrimas a los ojos, la pena a garganta, y la papa a la boca: "Papá es el que vigila de las pesadillas con un sueño".

Lloré creyendo que no dejaría de hacerlo más. Lo puse de epígrafe en el Diario. Y le dije que sólo por eso, lo perdonaba.