En la intimidad del Amazonas, donde trabajó durante casi cinco años escribiendo las historias de “personas que viven en comunidades indígenas o rurales y que se enfrentan a grandes poderes para defender la tierra que consideran su casa”, el periodista peruano Joseph Zárate se encontró con una verdad inesperada: había emprendido un viaje hacia sí mismo. Desde 2012, cuando se desempeñaba como subeditor de la revista peruana Etiqueta Negra, le habían encomendado una serie de crónicas de largo aliento para desnudar los horrores causados por el extractivismo en la selva de Perú. Ese itinerario repleto de pueblos que eran comprados, envenenados o borrados del mapa para poder sacar de allí sus recursos naturales, terminó por convertirse en su primer libro: Guerras del interior (Editorial Debate). A lo largo de tres extensísimas crónicas ordenadas en capítulos cuyos títulos son los elementos que transformaron la economía de Perú –Madera, Oro y Petróleo–, Zárate le abre la puerta también a las batallas psicológicas y morales que se juegan en la conciencia de los hombres y mujeres que habitan sus historias. Y también, a esa urgencia personal que lo fue guiando dentro de la selva.
“Yo nací en Lima, pero crecí en una familia de raíces amazónicas. Mi abuela se crió en una comunidad indígena hasta que se mudó a Pucallpa para estudiar y ser enfermera. Luego viajó a Lima, que representaba el progreso para ella. Pero era una idea de progreso que no terminaba ahí, porque ella nunca dejó de ver que todo lo que teníamos en la ciudad estaba ligado a esa selva en la que había nacido”, dice Joseph Zárate desde Lima, en una videollamada con PáginaI12. “A medida que avanzaba empecé a sentir una conexión muy profunda con los protagonistas del libro, personas que tienen un concepto más complejo del progreso, que no tiene que ver simplemente con consumir productos, sino con mantener un vínculo muy fuerte con la tierra, los ríos, los bosques. Entonces los textos discuten con esa cuestión: ¿qué rayos es el progreso y cuál es el costo que uno paga por eso?”.
Ese costo expone sus dimensiones más brutales en las historias que funcionan como el nervio de los relatos que se van hilvanando en Guerras del interior: el asesinato de Edwin Chota –un líder de la comunidad asháninka hostigado por denunciar la tala indiscriminada dentro del Amazonas–; la violencia desatada sobre Máxima Acuña Atalaya –una mujer sin estudios que lucha contra la empresa minera Yanacocha para no ser desalojada–; los deseos ultrajados de Osman Cuñachí –un niño que se sumerge en un río contaminado de petróleo para limpiarlo y conseguir el dinero con el que comprarse un smartphone–. “Cuando se escribe sobre pueblos rurales, indígenas, muchas veces se piensa que nosotros estamos ‘dándole voz a esas personas’, y yo no lo veo así”, dice Zárate sobre el lugar que ocupan los protagonistas de sus textos. “Esos ciudadanos siempre tuvieron voz, el problema es que no tenían el micrófono. Entonces lo que intento es darles el micrófono a ellos, convertirme en una especie de mosca en la pared que observa, y que sean sus vidas las que emerjan en el lenguaje”.
En el tono calmo y pacífico de su voz, resulta difícil encontrar los destellos de los premios que lleva ganados: en 2015 recibió el Premio Nacional PAGE de Periodismo Ambiental –creado por la Organización de Naciones Unidas–, en 2016 el Premio Ortega y Gasset a Mejor Historia o Investigación Periodística, y en 2018 el flamante Premio Gabriel García Márquez en la Categoría Texto por su crónica “Un niño manchado de petróleo”, publicada en la revista española 5W y que fue ampliada para el libro. “Fue muy emocionante recibir el Premio Gabo, pero al mismo tiempo es una gran responsabilidad”, dice este joven cronista de 32 años. “Siempre creí que el poco o mucho talento que pueda tener para escribir, debía servir para algo que no tiene que ver con hacerse de un nombre, sino con contar al poder, la corrupción, hacer que la gente sienta cosas, piense algunas cosas. El periodismo debe ser un contrapoder y un servicio que ayude a que seamos, de algún modo, menos indiferentes”.
–En sus crónicas se muestra cómo las víctimas del llamado “progreso” son a su vez demonizadas para desestimar sus reclamos. ¿Por qué cree que ese discurso logra impregnarse en la sociedad?
–Eso es parte del ADN de nuestros países, sean gobiernos de derecha o izquierda: siempre ha habido una imposición vertical y agresiva en relación a qué es el progreso. Pensamos que lo importante es mantener las economías en azul, el PBI creciendo, y para eso hay que extraer todos nuestros minerales, arrasar nuestra tierra. Creemos que así progresamos, y que hay que llevarse por delante a quien sea para lograrlo. Entre el mundo indígena y el mundo occidental hay una fractura que todavía no se resuelve. Muchos de nuestros países ya hemos cumplido doscientos años de república, y la fractura se hace cada vez más evidente y más profunda.
–¿Esa fractura se expone con mayor claridad en la explotación de los recursos naturales?
–Siete de cada diez conflictos sociales en Perú tienen que ver con las industrias extractivas. Ese es el lugar que hoy ocupan en nuestra sociedad esas actividades. Lo que sucede es que cuando un ciudadano indígena es mirado como un sujeto cultural, esto de “qué bonito el folklore, Perú es un país milenario”, entonces es aceptado. Pero cuando ese mismo indígena protesta porque le están destruyendo su bosque, y pasa a ser un sujeto político, inmediatamente se le coloca la etiqueta de “subversivo”, “terrorista”, “antiprogreso”. Desgraciadamente, el discurso oficial en nuestros países ve al mundo indígena como un lugar que representa el atraso o la miseria, y desde ese lugar se lo ataca.
–Las tres crónicas de su libro refieren a los elementos fundantes del proceso que convirtió a Perú en república, pero también le permiten abordar el vínculo humano que se establece con ellos, ¿por qué llevó sus relatos hacia ese terreno?
–Estos tres materiales no son solo metáforas del progreso, sino también de ciertos asuntos humanos. Si comprendemos que el 90% del oro es usado en joyas y lingotes, objetos que no sirven en realidad al ser humano, podemos empezar a observar su vanidad. La madera representa el fuego, la necesidad de refugio. El petróleo es también esa posibilidad de superación de los propios límites. Toda esa densidad simbólica nos permite preguntarnos desde otro lugar qué estamos haciendo con estos recursos.
–Si bien sus relatos están respaldados en cientos de datos concretos sobre el modo en que operan las industrias extractivas, lo que se mantiene en primer plano son las historias de vida. ¿A qué se debe esa decisión?
–Los datos, los hechos, son importantes, pero de nada sirve presentarlos sin ningún tipo de arquitectura narrativa que permita que el lector sienta cosas. Que yo diga que hubo catorce derrames de petróleo en la Amazonía puede parecer terrible, o puede parecer lo mismo a que sean uno o veinte. Ahora, si ves cómo un niño se quita ese petróleo con gasolina de motocicleta, y que lo hace para poder conseguir un teléfono celular, eso de algún modo te va a indignar, a sublevar. El dato tiene que tener alma, sin alma no puede generar una conmoción. El ser humano graba en su cerebro las cosas que lo emocionan. Eso es lo que hace que no termines igual luego de leer un texto, que se rompa la pared de indiferencia que hemos construido en nosotros mismos, y creo que eso es lo que tenemos que tratar de generar.