La clandestinidad es un exilio.

 

El banquito está en mi escritorio, junto al teclado. Es de madera de pino, me lo regaló mi abuelo materno, el nono Ramón, que era hijo de otro carpintero: el abuelito Leonor. Artesanos de San Luis y Arequito. Manufactura familiar dejando con oficio y placer funcionalidad en las maderas.

 

La infancia es el espacio/tiempo que nunca se abandona. Ft. Juan Rulfo.

 

Es un banquito lustrado por usos y caricias, de 40 centímetros de largo por 15 de ancho y 17 de alto. Dos listoncitos transversales (30x10x400 mm) están encastrados en las patas, a seis centímetros de la base. El resto de las maderas tiene un espesor de dos centímetros. Las patas están hechas con tablas similares a la de la parte del asiento y tienen una hendidura en forma de V invertida, con unos diecisiete grados de ángulo y una altura de 70 milímetros. Para hacerlo, mi abuelo usó 15 clavos de una pulgada y media.

 

¿La adolescencia tardía es el destierro de la infancia?

 

La carpintería era un inmenso taller de fascinaciones. Las máquinas, las herramientas, los tarros rebalsados de cola orgánica, los perfumes de maderas y barnices. Estaba al fondo de un pasillo a media cuadra en Rodríguez al 1100; me gustaba correr haciendo retumbar mis zapatillas Pampero en las baldosas de granito para llegar al territorio sagrado de transformaciones y encuentros. La radio siempre estaba encendida, mi abuelo siempre nos hablaba sin dejar de trabajar ni olvidarse de su sonrisa cachadora. Nos contaba de cuando tocaba el saxo en una orquesta de Arequito, de cómo algunas veces dormía en las zanjas porque el abuelito Leonor cerraba las puertas con llave después de las 10 de la noche. Al terminar sus relatos nos regalaba inmensos caramelos de dulce de leche que sacaba de sus bolsillos o nos hacía juguetes con sobrantes de madera.

 

Barrotes falsos del tiempo griego, después, ahora y antes.

 

El banquito nunca se va de mi escritorio, es parte de mí. A veces está cubierto de hojas o libros. ¿Dónde creció el pino que dio la madera para que mi abuelo lo hiciera? ¿Cuántos pájaros nacieron en los nidos de sus ramas? ¿Cuántas tormentas lo inclinaron? ¿Cuánto le pagaron al chaqueño que lo taló? Detalles de una realidad que es el umbral entre el infinito y la nada.

El nono Ramón murió cuando yo tenía 9 años, fue la primera noticia de la muerte que tuve. Nunca volví a su carpintería. Después, todo pareció transcurrir demasiado, muy vertiginoso entre el desparpajo y los lastres del romanticismo. El fin de la primaria, la secundaria, las primeras novias, los Rosariazos y la militancia. El banquito siempre estaba, me acompañaba como relato generacional y piedra angular de vida. Detalle íntimo como el primer banderín rojinegro que me regaló mi papá.

La navidad del '76 fue dura. Sobrevivía en la clandestinidad, viviendo apenas con lo puesto, cambiando de casa una o dos veces por semana. Hacía tres meses que una patota paramilitar había allanado mi casa, me había salvado de casualidad. Ya tenía todo listo para salir hacia Brasil, pero antes necesitaba regresar a mi departamento, ver el rostro del desastre de la derrota en la intimidad. Era peligroso, empecé vigilarlo días antes, no vi nada sospechoso y decidí la estrategia de entrar en la misma noche de navidad. La mayoría de los represores son creyentes.

Era una noche clara, entré cuando empezaron a tirar los primeros fuegos artificiales. La linterna me mostró que el departamento estaba vacío, se habían llevado todo. Los muebles, el televisor, la heladera, mi querida Olivetti, todo lo que tuviera valor material. Vacío no significa ordenado, había basura por todas partes, papeles, frascos rotos y cajas con restos de pizzas en la cocina, el sillón estaba tajeado, libros pisoteados, las llaves embutidas de la luz habían sido deprendidas con violencia. Las batallas y las guerras se ganan con crueldad criminal. Algunos vecinos cantaban festejando, los cuetes seguían estallando y de pronto, cuando algo de mi ansiedad empezaba a cicatrizar y ya me estaba yendo resignado, el foco de la linterna me mostró al banquito. Estaba volcado, parecía esperarme escondido tras unas cajas de cartón y un trapo de piso. Lo alcé y tuve otra vez una sonrisa sana.

Desde algún lugar, el nono Ramón volvía a regalarme el banquito hecho con sus manos.