De una pregunta acerca de su vida surgió una larga descripción de nuestra industria pesquera. Es crítico de los políticos y de los empresarios, pero celebra sus años vividos. Jorge Miller se inició como pescador “el día después de cumplir 18”. Antes de eso, su padre le negaba autorización. Sucedía hasta los años 60, cuando la mayoría de edad (para casarse o no permitir viajar solo al exterior sin autorización escrita, cosa que parecía un recurso para frenar la fuga del servicio militar en la clase media) era a los 22 años. Se votaba y se sacaba el registro de conductor a los 18. Aventurarse en el Atlántico sur no era ir al exterior porque era el Mar Continental Argentino. Miller se embarcó en Mar del Plata.
“Yo sabía que se ganaba buen dinero en la pesca aunque fuera una vida sacrificada. Los marinos en ese tiempo eran más rústicos. Ellos lo sabían, pero también sabían de los buenos ingresos. Cada vez que se entraba a puerto había una celebración en algún boliche. Supongo que la alegría venía de tener dinero y por haber sobrevivido. Los militares controlaban todo en el puerto. Llegaban y sacaban a dos o tres. Venían con datos precisos. Al resto de los parroquianos nos dejaban... pero el susto lo tiene cualquiera.”
–En esa época, fines de los 60, ¿cuántos barcos había en la flota pesquera local?
–Había pocos barcos... Media docena de atuneros y unos nueve o diez más. La mayor parte de los barcos fueron traídos desde Bélgica en la posguerra. Venían por su cuenta. Trajeron a las familias y todo lo que podían cargar y se instalaron en Mar del Plata. Los belgas iniciaron lo que se llama la pesca de altura. Salían mar afuera. Los italianos hicieron la pesca costera. Pescaban con esas lanchas amarillas, mantenían la costa a la vista. En esa época el máximo de nuestras salidas era por cinco o seis horas y cargábamos los barcos a pleno. Ahora hay que navegar hacia el sur dos o tres días. Si se mira por las ecosondas, los detectores ya no ubican un solo pez. Está el mar limpito. Lo limpiaron todo. Todos los gobiernos vendieron permisos de pesca. Pero el que más fue el de Menem. Terrible. Los barcos grandes echaban la red al día de salir, las arrastraban y no las sacaban hasta juntar mil y pico toneladas. Agarraban el pescado grande. El mediano, que tiene menos precio en el mercado internacional, lo tiraban al mar.
–¿Vivo o muerto?
–Cuando sacan cualquier pescado, sobre todo la merluza y el bacalao, muy rápido, los que estaban a cien o doscientos metros de profundidad perdían la presión de fondo. Se les llena de aire la vejiga natatoria y revientan de inmediato. Quedan flotando dentro de la red, se mueven, coletean, pero a la media hora, 45 minutos, se mueren. Por asfixia y por la descompresión rápida.
–¿Por qué vivimos de espaldas al mar?
–Es una forma de rechazo, sin saber por qué. Fíjese el valor que tiene el pescado hoy. Creo que está en tercer lugar de nuestra exportación. Hay que ver la exportación posible de langostinos. Eso lo están explotando los extranjeros. Toda esa plata se va para afuera.
–¿Por qué no podemos, no pudimos desarrollar la pesca en nuestro mar?
–Porque no hubo gobierno que alentara la construcción de barcos. Acá hubo dos o tres astilleros, uno en Mar del Plata, que todavía subsiste a los tumbos, pero hace buena labor. Un astillero que yo conocía fue fundado por Federico Contessi, un inmigrante italiano que llegó en 1947. Ahora tiene 88 años y lleva construidos 128 barcos. En Buenos Aires está Astarsa, fundado en 1930, casi parado. Hacían buenos barcos. Eran barcos modernos, con la tecnología necesaria. Los extranjeros aprovecharon las pesquerías aquí, principalmente en Mar del Plata. Necesitaban un domicilio legal. Hicieron esas uniones que alentaba el gobierno, los joint ventures. Necesitaban empresas instaladas, aunque no fuera muy moderna. La otra parte ponía la factoría. ¿Y qué hacían? La factoría extranjera no elabora en tierra, todo se hace en alta mar. Llegaban a las aguas seleccionadas, cargaban los barcos frigoríficos y se van a Europa, especialmente a España, o a los países asiáticos, que eran los grandes clientes. Las empresas tenían todo pactado y vendido. La conexión en tierra, los frigoríficos, no eran más que una etiqueta, una forma de evitar impuestos y pescar sin interferencias.
–No nos enseñaron lo que era la pesca. No sabíamos la grandeza que ofrecía.
–El obstáculo principal era la falta de oficio. Por ejemplo, en los atuneros en los que estuve yo y en algunos barcos que pescaban langostinos, la preparación del personal era deficiente. Los barcos, las empresas, preferían tener un tripulante que salía por primera vez y sin experiencia, para enseñarle el oficio desde cero. Los capitanes no querían a alguien que había aprendido algo ahí, otro poco allá. Esa persona con experiencia no era maleable. Se prefería llevar cinco o seis personas físicamente hábiles para entrenar a la manera de cada barco. Después las empresas consiguieron por decreto que se hiciera la Aduana a bordo en alta mar. Significó menos control. Entraba un barco con dos mil toneladas de pescado y se declaraba la mitad. Y los inspectores se la pasaban durmiendo y comiendo. Llenaban las planillas así nomás a cambio de un regalo. Coincidió con los años de la gran depredación. Barco tras barco declaraba a medias. Luego se inventaron otra para acallar las protestas de que tiraban más de lo que se vendía de pescado chico. Un pescado grande tiene más del doble que el valor del más chiquito. Y el gran reproductor es el más grande. Al sacarlo se pierden millones de huevas. El chico, al ser tirado, se muere con pocas huevas, si es que tiene. Los dos casos representan doble pérdida. Primero, al ser tirado el más chico se pierde al pez que crece y que no ha comenzado a ovar. El grande que se saca y muere representa la pérdida mayor de huevas. En conjunto, doble pérdida. Decidieron poner veedores a bordo. Los veedores eran muchachos jóvenes con algún estudio y hacían el control de la pesca, sobre todo los tamaños. Sus observaciones en varios barcos en época de hueva debían decidir si imponer una veda o no. Se formó una especie de empresa de veedores. Si alguno cobraba un sueldo, como ejemplo, de unos cuatro o cinco mil dólares, se le daba otro tanto, cuatro o cinco más por afuera. El puerto por excelencia fue Mar del Plata. Ahora el puerto de Mar del Plata casi desapareció. Están esas lanchitas amarillas, barcos viejitos. Los frigoríficos cerraron. Antes uno prendía la radio a la mañana y desde las 5 solicitaban personal. A las 10 seguían pidiendo personal para elaborar el pescado en fábrica. Esos llamados muestran que hubo una flota grande que traía el pescado. Se necesita navegar 48 horas al sur para encontrar el pescado. Los cardúmenes están afuera. Ahora, por una cuestión que podemos llamar fortuita, en los últimos diez años se viene sacando langostinos, cada año más. ¿Qué pasa? Pasa que los grandes depredadores que eran los cardúmenes de merluza, de mero, comían a los langostinos. Se liquidó ese pescado. Se consensuaron algunas vedas que han dado buen resultado, frente a Chubut y Santa Cruz, frente a Rawson. Hacen una parcela de mar bastante grande.
–¿Eso es una política para langostinos dentro del mar Argentino?
–Si, claro, la plataforma se extiende por 200 millas y un poco más. Pasando eso no se pesca. La plataforma cae a gran profundidad. Ahí íbamos a pescar atún algunas veces, pero convenía ir más arriba, hacia el límite con Brasil. El atún y el pez espada son de agua más templada.
–¿En esto de los langostinos, la Argentina saca algo?
–Las empresas fábrica están en Rawson, Comodoro, Madryn, Deseado, Caleta Olivia... reciben el pescado elaborado de los barcos. En verdad, el mejor pescado es el que elabora uno. Cuánto más rápido se elabora y congela, menos calidad pierde. Más con langostinos y mariscos. El 70 o 75 por ciento del pescado es agua. Si no se procesa rápido el congelamiento, dentro de cuatro o cinco horas, se forma un cristal de hielo. Cuando se descongela para consumo, esos cristales hacen un agua en la carne. Se va desgranando y queda la carne como molida, no tiene consistencia. El pescado fresco tiene consistencia.
–Ah, ya lo recuerdo, un filet de merluza es casi una pasta en un restaurant en la ciudad.
–Tiene que tener un olor muy suave. Si tiene olor apenas más fuerte es porque se está envejeciendo. Ha pasado demasiado tiempo desde que salió del mar. Una factoría moderna pescando mariscos puede producir 25-30 toneladas de pescado congelado. Tiene maquinarias que hacen filetes, tiene una plataforma procesadora abajo en la que trabajan 45-50 personas, tres turnos, algunas las 24 horas, divididos en turnos para que la gente duerma un poco. Nosotros nos quedamos en tierra necesitando hasta cien personas trabajando tres turnos. El costo es mucho mayor. Toda esa gente tiene un costo, además demoran mucho más y el pescado se desmerece. En las factorías van levantando las redes a medida que se termina de elaborar lo embarcado antes. Están elaborando pescado más fresco, casi vivo. Mayor producción, menor mano de obra, mayor valor agregado por la frescura del pescado. Es un negocio. Cuanto menos manoseo mejor el pescado. El que se pesca con anzuelo tiene el doble de valor que con red. Con anzuelo está vivo, está brillante. El pescado de red viene comprimido por otros millones de pescados. El barco viene tirando la red y aprisionando el pescado. Esos barcos, las factorías de ajenos, habían sido prohibidos por Francia e Inglaterra. Solo permiten los de ellos, una temporada y no más. Se restringieron los permisos. En Inglaterra era para proteger los cardúmenes. En España, en el Mediterráneo fue la anchoa, en las Islas Canarias el pulpo... Los barcos de las Canarias vinieron acá buscando pulpo. Allá la campaña siguió hasta que limpiaron el mar. Esto no se hace tan rápido, demora mucho tiempo.
–En sus 30 años de mar, ¿cuál fue la mejor época de la pesca argentina?
–La pesca necesita que sean responsables de la calidad los capitanes, los jefes de máquinas, los oficiales, hasta los marineros deberían tener conocimiento de sus responsabilidades. En vez de un sueldo, si tuvieran un porcentaje de la producción habría mucho más incentivo. Si uno dice que está elaborando diez mil kilos por día y en vez de ocho horas trabaja 16, se va al doble de ganancia. Con el mismo gasto en combustible se está produciendo el doble. Ese sistema se usa en partes de Europa, pero no acá. Esa fue la mejor época. Acá vinieron los sindicatos e impusieron el sueldo. Y en vez de trabajar por un porcentaje de la carga de antes, la gente cobraba sueldos más bajos. El vago prefería el sueldo con menos trabajo. Si se rompía el barco se cobraba el sueldo igual. Con un buen porcentaje se trabajaba tres meses y se ganaba lo que el sueldo dejaba en un año. Yo toda la vida trabajé bien, a porcentaje. Cuando venía una empresa a buscarme primero preguntaban cuánto quería ganar yo. Yo decía, se negociaba. El diez por ciento, el once, el catorce, sin gastos.
–Eso seguramente se lo pagaban a usted por su experiencia. No por nada lo llamaban “El Viejo”.
–Te contrataban en base a cuanto era lo que podías producir. Un buen tonelaje todos los meses te recomendaba para los próximos barcos. Salíamos con un solo capitán. Ahora salen con dos, hasta tres, ponen otros que están estudiando. Hoy el capitán puede dormir una siesta y cuatro o cinco horas a la noche. Cambió todo. La comodidad de los barcos, por ejemplo. Se salía con los viejos barcos belgas y algunos otros reparados. La tripulación era de 13 o 14 personas. El capitán tenía un camarote chiquito. Todos los demás dormíamos en cuchetas en un espacio de cuatro por seis metros. Al hierro de las paredes del casco se le pasaba la mano y la levantabas empapada. Las dos o tres cobijas que teníamos estaban húmedas. Los barcos que subsisten ahora están bien equipados, en parte. Algunos tienen sonda. Algunos pocos tienen sonar. Hay muchos más que tienen radares. Con un barco a tres horas o a 60-80 millas de viaje se lo ve en el radar. Se ve su rumbo, velocidad, si está pescando o si va hacia la pesca. Para la pesca el barco se desplaza a 3 o 4 nudos de velocidad porque está con las redes en el agua. Si no, navega a unos 12-14 nudos por hora.
–¿Cómo era la vida del pescador?
–Salíamos a buscar calamares en verano. Había que retirarlos de aguas más frías. Nosotros íbamos a Mar del Plata, hacíamos unos lances cada tres días. En esos días no teníamos ecosonda de mucha calidad. Arrastrábamos unos cables de cien y doscientos metros que iban hasta la red. Para que la red no se cerrara tenía unas puertas, le decían portones, arriba tiene mucha boya, abajo tiene plomo. Atrás tiene esa bolsa grande que se va llenando de a poco, esas redes tienen un peso enorme. Es una vida dura y complicada. Una vuelta, al segundo día afuera, estábamos contentos porque parecía buena pesca. Yo estaba arriba en el barco, con las redes. El capitán hizo una maniobra para mejorar la posición y ahí viene un golpe de mar y revienta un cable. Al portugués que manejaba las redes en cubierta un cable suelto lo agarra debajo de las costillas y lo tira como veinte metros fuera del barco. Yo era nuevo. El hombre respiraba, eso mientras tenía aire en el tórax. Cuando se le acababa se hundía. Tenía botas puestas y equipo de agua. Cuando esas botas se llenan de agua te tiran para abajo como plomo. Escuché el grito de “hombre al agua”. El capitán no se dio cuenta porque estaba hablando por teléfono. El primer pescador, que viene a ser como un capataz en la fábrica, gritaba. Cada hombre miraba de uno a otro y yo vi que estos desgraciados lo iban dejar ahogar. El caído estaba como a 50 metros y el barco no podía acercarse con las redes puestas porque pueden meterse en la hélice. Empecé a desvestirme. Hacía frío... Si me metía con ropa me iba al fondo. En pelotas me tiré al agua. Nadé hasta donde estaba, ya a cien metros. Me agarró y me cazó de los pelos y me hundía. Lo di vuelta y lo agarré del cuello y le dije que soltara las botas. No podía. Le ordené que se quedara quieto y le saqué las botas. Fueron 15 o 20 minutos que parecieron un año, los pulmones reventaban y este gritaba y lloraba en portugués. “No me dejes, no me dejes”. Le grité “si te portás bien no me voy. Hacé lo que te digo”. En eso veo un bulto negro, un gordito argentino. Me ve y me dice: “Ah. Pensé que vos te habías caído. Yo por ese mierda ni me mojo”. Había traído un salvavidas y nos quedamos agarrados los tres hasta que nos sacaron. Esa fue una de las situaciones más límite que he vivido.
–¿Cuántos años pasó navegando, trabajando en el agua?
–Eso es fácil definir. Nosotros tenemos un convenio de jubilación que establece un régimen donde a los 52 años nos podemos retirar. Yo trabajé seis años más, hasta los 58, bajo una extensión autorizada. Tengo un hijo en la pesca, pero él trabaja tres o cuatro meses y en el invierno se queda en tierra. Yo trabajaba todo el año.
–¿Qué ha sido de su vida desde que se quedó en tierra?
–Empecé de nuevo. Yo no me quería retirar, pero me empezó a apretar mi mujer. Nosotros allá afuera sabemos en qué estamos, pero ¿cómo se va a tranquilizar una esposa con hijos sabiendo que la tormenta revuelve todo? Allá en Rawson siempre tuvimos buenas propiedades, casas cómodas. Cuando me retiré vinimos a vivir en Federación, donde había estado mi familia. Compré una chacra y construimos.