La neolengua, como forma de controlar el pensamiento, está más viva que nunca, esterilizando el mundo de las ideas con odios infames y muros abyectos. George Orwell (1903-1950) no escribió 1984, una excepcional ficción distópica, para imaginar cómo sería el futuro, sino para desentrañar el presente de fines de los años 40, que entonces estaba atravesado por el terror de los totalitarismos del siglo XX: el nazismo derrotado y el estalinismo en su apogeo. “Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna para cometer crimen por el pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la realidad. Pero llegará un día en que ni esto será preciso”, anuncia el “profético” Syme, un ortodoxo que prepara la undécima edición del diccionario y que afirma que “la destrucción de las palabras es algo de gran hermosura”. Syme pronostica, en las páginas de la novela, que hacia el 2050, quizás antes, habrá desaparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. “Toda la literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron... sólo existirán en versiones neolinguísticas, no sólo transformados en algo muy diferente, sino convertidos en lo contrario de lo que eran. Todo el clima del pensamiento será distinto. En realidad, no habrá pensamiento en el sentido en que ahora lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento”. La novela del escritor británico, que parece ser el “libro de cabecera” en la era de Donald Trump, donde la “posverdad” y los “hechos alternativos” son la moneda de “cambio” de la política contemporánea, es el libro más vendido en Amazon (Estados Unidos).
Un portavoz de la editorial Signet Classics, que publica actualmente 1984, señaló que desde la toma de posesión del 45° presidente de Estados Unidos, “las ventas se habían incrementado un 10.000 por ciento”. Ayer, la novela de Orwell seguía ocupando el puesto número 1 en la lista de best sellers de Amazon, con más de 4800 comentarios. Según informa el diario El País, un conjunto de librerías agrupadas en la plataforma LibriRed publicó esta semana la lista de los 50 libros más vendidos el año pasado en España. En el puesto número 34 aparece 1984. La neolengua brotó de los labios de la consejera de Trump, Kellyanne Conway, quien aseguró que el nuevo jefe de prensa en la Casa Blanca, Sean Spicer, no mintió a los periodistas sobre el número de personas que acudieron a la asunción presidencial, el viernes pasado –dijo que había sido “la mayor audiencia que alguna vez atestiguó una toma de posesión”–, sino que simplemente había presentado unos “hechos alternativos”. Más allá de las fotografías y las evidencias estadísticas que exponían lo contrario –las imágenes aéreas mostraron que la multitud era significativamente menor que cuando asumió Barack Obama en 2009–, el séquito de asesores y funcionarios del presidente norteamericano emula al “Ministerio de la Verdad” de la novela: “Las estadísticas eran tan fantásticas en su versión original como en la rectificada”.
La asistencia fue menor que en otras asunciones presidenciales, según los datos sobre transporte, los cálculos de los expertos, las imágenes aéreas y la simple observación en el terreno, empirismo que parece haber sido sepultado por la neolengua de Trump. El presidente republicano había dicho antes que se juntó el imposible número de “un millón y medio de personas” delante del Capitolio, que estaba “a rebosar” hasta el Monumento a Washington. En las fotos, sin embargo, se observaban amplias lagunas en todas las zonas habilitadas para espectadores. Según la web Politifact, no es cierto que fuera la asunción más vista de la historia. La estimación más alta (720.000 asistentes) está por debajo del número calculado para la toma de posesión de Obama en 2009 (1,8 millones) y 2013 (un millón). La “Marcha de las Mujeres” en Washington, organizada un día después en el mismo lugar para protestar contra Trump, tuvo más repercusión y asistencia: más de 500 mil manifestantes, el doble de los que fueron a ver la jura de Trump. La polémica por el número de personas –la institucionalización de la mentira en la neolengua de los “hechos alternativos”– no ha eclipsado la importancia de la marcha –que tuvo réplicas en varias ciudades de Estados Unidos como Nueva York, Chicago, Boston y Los Angeles, pero también en otras ciudades del mundo: Berlín, París, Londres, Barcelona y Lisboa– ni de una de las primeras medidas que adoptó el flamante presidente: la derogación del “Obamacare”, que implicaría dejar a más de 18 millones de personas sin cobertura médica.
No es la primera vez que el multimillonario norteamericano apela a la institucionalización de la mentira. Durante su campaña afirmó que todos los inmigrantes mexicanos eran narcotraficantes, entre otras infamias hacia musulmanes y otras minorías. Aunque sus discursos se amparan en el prejuicio racial y xenófobo, para la mayoría de sus votantes, en cambio, fueron asimilados como verdaderos. Trump y su “dream team” lo hicieron: la “realidad” –o eso que a falta de mejor palabra se entiende como tal– se parece cada vez más a la ficción orwelliana. “El Partido dijo que Oceanía nunca había sido aliada de Eurasia –se lee en 1984–. El, Winston Smith, sabía que Oceanía había estado aliada con Eurasia cuatro años antes. Pero, ¿dónde constaba ese conocimiento? Sólo en su propia conciencia, la cual, en todo caso, iba a ser aniquilada muy pronto. Y si todos los demás aceptaban la mentira que impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad. ‘El que controla el pasado –decía el eslogan del Partido–, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado’”.