El temor a los alacranes, los efectos de la diabetes en la visión, la insulina, los cambios en el paradigma de la vejez. Incluso antes de que comience la entrevista, cualquier tema es tema de conversación para el icono nacional de la verborragia, que es capaz de extenderse sobre cada uno, improvisar humoradas y meter puteadas en el momento justo, tal como lo hace en el escenario. No parece haber división entre la persona y el artista. Enrique Pinti tiene 77 años, se banca solo un espectáculo y así reafirma su lugar en el humor como el indignado observador de la realidad, desencantado de todo y todos. En Otra vez sopa, la catarata de palabras y fragmentos de viejos espectáculos –textos y canciones– están al servicio de una hipótesis: que la historia se repite, que en este país pasan los años y los mismos problemas continúan sin solución.
No hace tanto que dejó de hacer el clásico Salsa criolla, que cumplió treinta años de funciones y en el que estaba acompañado por un numeroso elenco de actores y bailarines. En este caso está solo en el escenario del Teatro Liceo, la mayor parte del tiempo sentado tras un escritorio. Desde los ochenta que viene haciendo monólogos, y su lucidez, su memoria y su voz no parecen haber sufrido el paso del tiempo. En Otra vez sopa se encarga de demostrar la vigencia de antiguos materiales y que, por ende, nada ha cambiado: los hospitales son un desastre, también la educación, el Riachuelo sigue sucio, los políticos se echan la culpa unos a otros hablando de herencias. El argentino es, para él, un “pueblo sorete”, pero como en los viejos tiempos asegura amar a este país. En un agitado repaso histórico, dirige sus dardos verbales contra gobiernos de todas las épocas, rescatando nomás a Illia. Lugares comunes dichos de manera extravagante, indignación perpetua de un ciudadano de clase media que consigue la identificación de un público muy fiel, de miércoles a domingos en Rivadavia 1495.
–Está haciendo muchas funciones semanales…
–Sí, Dios mío... Seis. Pero es la manera de hacer teatro hoy en día. Los empresarios están pasando por momentos jodidos. Quieren que les hagas seis funciones o te ponen otro espectáculo antes. Y eso es un chino, la gente no sabe qué tiene que ir a ver.
–¿Nota la crisis económica en la cantidad de público?
–Totalmente. En los últimos dos años bajó muchísimo. De todas maneras, el teatro es indestructible. Siempre hay, por año, tres o cuatro espectáculos de mucho éxito. Y no son los más baratos. Stravaganza se llena. Hace dos años, Susana Giménez cobraba 750 pesos la platea, un huevo, y no había forma de conseguir entradas. Ahora cuando vuelvan los Midachi va a ser un escándalo. Siempre hay público para un boom. No hay que olvidarse de las salas off, que son muchísimas y se llenan. La actividad teatral tiene su público, pero el hilo se corta por lo más delgado: si la gente no puede comprar leche, no va a comprar una entrada. Además, cada vez queda más gente fuera del sistema. El nuevo director del Banco Nación dice: “Les hicieron creer que podían tener plasma. ¿Ustedes qué carajo se creen, que un empleado medio puede tener aire acondicionado?”. Cuando yo tenía 25 años, mi mamá, desde su ignorancia, decía que en las villas todos tenían antenas de televisión. Estamos acostumbrados a ese tipo de pauperización. Si tener un plasma es un lujo, la gente empieza a ajustar. Y no te alcanza para nada. Lógicamente, no vas a ir al teatro.
–Y se instaló la idea de ocio cultural.
–Lo es, si lo comprarás con la alimentación. Aunque no le diría ocio. Es un derecho. Tengo derecho en mi tiempo libre a divertirme, cultivarme o perder el tiempo viendo una boludez. Tiempo libre, le decimos… Es increíble cómo nos siguen vendiendo –y seguimos comprando– la falacia de la cultura del trabajo. “Se perdió la cultura del trabajo”, dicen. Y sí. Si no hay trabajo es difícil que exista. Existía en la época de mis abuelos. Mi abuelo llegó del norte de Italia. Era empleado de una casa de vinos, tenía las bolas por el piso, entonces dijo, “esto es una mierda, me voy a ir América a poner un viñedo”. Vino con un capital y trabajó. Pero los otros inmigrantes, los que vinieron huyendo de la guerra, de la persecución religiosa, racial o qué se yo qué, se ponían a trabajar de cualquier cosa la cantidad de horas que fuera necesaria. Tenían cultura de trabajo porque tenían necesidad y encontraban acá un país de zánganos que trataban de laburar lo menos posible. En esa época era normal decir que el que no trabajaba no quería hacerlo. En 2017, decirle a la gente el mismo mensaje es absurdo.
–Siempre se dice que usted es el humorista que habla de las cosas serias. ¿Por qué nos reímos de nuestras desgracias?
–Gracias a Dios, porque si no ya estaríamos explotándonos la cabeza. El pueblo norteamericano, por ejemplo, es más optimista. Le venden mejor el paquete. Es más la gente conforme. Piensan: “pago unos impuestos de la puta madre, los tengo que pagar porque si no voy preso, pero la carretera está bien y no me cortan la luz”. Trump para ellos puede ser un chiste, pero en la asunción salieron hasta los anarquistas, con la cara tapada y la bandera negra. Es difícil de ver eso en Estados Unidos. Cuando se sienten tocados, cuando están evidentemente en contra de ese país tan sexista, xenófobo, inculto y bruto, explotan. Acá, en cambio, explotamos nada más con el corralito. En la historia norteamericana no hubo una sola revolución popular, porque el 80 por ciento tiene la cosa elemental. Acá, el que tiene plata también vive mal. El alacrán aparece en todos los barrios, la luz se corta en Recoleta y en todas partes, el gas no funciona en invierno en la casa de Amalita Fortabat –Dios la tenga en la gloria– y en mi casa.
–En la obra muestra las conexiones del presente con el pasado. ¿Cómo imagina al futuro? ¿Se repetirán las continuidades?
–Por lo que veo sí. Parecería que vamos y venimos. Pero es la Historia, no somos sólo nosotros. Parecía que un tipo como Trump no tenía nada más que hacer en Estados Unidos, pensábamos que con Bush estaba bien, pero alguien lo supera. Sigo de cerca, por los noticieros –porque no tengo Internet ni nada–, la política italiana, la española… la verdad, van y vuelven.
–¿Militó alguna vez?
–Nunca. Cuando era chico era muy estúpido. Pensaba nada más en el teatro, en hacer Cyrano de Bergerac algún día. Estaba ocupado en unas boludeces que no se podían creer. No tenía la llama política. Hasta los 18 años, que entré en Nuevo Teatro, que tenía una estructura ideológica de izquierda. El teatro independiente estaba dividido: había un arte purista, el arte por el arte; estaban los que pertenecían al PC; y Nuevo Teatro era teatro progresista con un mensaje. No cobrabas, la plata de la cooperativa iba para mantener el local y los montajes. Si un actor era requerido por la escena profesional, prácticamente tenía que pedir permiso a la comisión de censura. Una comisión de cuatro gatas peladas como yo. De repente, uno tenía que decidir si era conveniente que (Héctor) Alterio aceptara trabajar con María Casares en una obra de Valle Inclán en el Teatro Coliseo, dirigido por Jorge Lavelli. Aprendí lo bueno y lo malo de meterse en una institución. Si bien estaban en contra del PC, hacían lo mismo que Stalin en Moscú, tenían la cosa verticalista total. Así que tuve siempre desconfianza de ese tipo de cosas. Vi al peronismo muy verticalista, al radicalismo muy gorila… todo “muy, muy” al pedo. Entonces, traté de alejarme.
–Pero en su trabajo siempre plantea problemáticas sociales. ¿Nunca tuvo el impulso de pasar a la acción, aunque no fuera dentro de un espacio político?
–No. Cada uno tiene que hacer lo que sabe. El problema de la política mundial es que hay gente que a veces, de buena intención, cree que puede. Y no es tan fácil. No es lo mismo, pero tampoco es fácil actuar. Hay gente que es divina en la mesa del café, pero los ponés en un escenario y son unos boludos que no pueden hacer reír, emocionar ni nada. Como oficio necesita de un gran trabajo, unas ganas enormes y sobre todo talento. Hay gente que cree que puede meterse donde uno no sabe lo que es. Entonces, sos otro chanta más que toca de oído, y por más buenas intenciones que tengas, a la segunda de cambio te dan un sobre, te callás la boca, meté a fulano de tal y decís “bueno, está bien, gracias”. Y cagaste.
–¿Lo han llamado políticos para acercarlo a algún espacio?
–No, sólo para la foto. He ido únicamente cuando no hay remedio. Como en el Bicentenario, que me tuvieron en cuenta como una de las 200 personalidades de la República Argentina. Me pareció una pelotudez, porque el país tiene muchas más personas que sirven como ejemplo y que quedan afuera por cuestiones políticas. Los que no eran kirchneristas, a la mierda.
–Pero si usted no es kirchnerista…
–Para nada, pero a algunos que no lo fueran tenían que invitar. A los que no tuvieran irritación. ¿Con qué derecho no invitan a Oscar Martínez o a Luis Brandoni? Me parecía ridículo, pero fui porque era el Bicentenario. Al fin de cuentas, no conocía la Casa de Gobierno por dentro. Después, fui cuando se promulgó la Ley de Matrimonio Igualitario, porque hice campaña para eso. Me escracharon como parte de la colonia K. Yo no estoy ni con uno ni con otro. Es fácil de entender, porque no hablo con eufemismos. No digo “algunas cosas estuvieron desacertadas en el período de la señora del sur”. ¡No, yo digo la loca de la cadena! Me tenía los huevos por el piso. Absolutista, verticalista, poco democrática. ¿Qué más querés que diga? Pero, evidentemente, las cosas están muy divididas. Yo había apoyado a la Alianza. Cuando se cayó a la mierda, con el corralito, era indefendible. En ese momento hubo una crisis tremenda en el teatro, pero yo tenía un éxito extraordinario. El humor social de la clase media coincidía con mi discurso, sin distinción de ideología. No importaba lo que yo había dicho: que había que votar a la Alianza, que De la Rúa era símbolo de honradez y discreción y que Chacho Alvarez era la esperanza del peronismo. Cuando la cosa viene más “nebulósica”, es como si algunos dijeran: “tenés que hablar de esto que me gusta a mí y de esto no”.
–¿Quiere decir que durante el kirchnerismo el humor social no era compatible con su forma de pensar?
–Claro. La clase media estaba dividida. Tenías que hablar pestes. Yo siempre hablaba pestes, porque había cosas con las que no coincidía. Y las dije 80 millones de veces. Si querés hacer una salud pública, de una buena puta vez, no te podés ir a una clínica divina. Tenés que dar el ejemplo. Yo pienso que tengo que dar el ejemplo: hago la cola, con perdón de la expresión, en todas partes. Aunque me digan “pase”, no paso. Ahora: si me dan el lugar por viejo choto, se los agradezco, es una cuestión de educación. Tengo mucha prudencia. Para chillar, uno tiene que cumplir. La tocada de culo es grande, la gente se siente humillada. Está viendo quién carajo mete la pata.
–Ciertas cosas del kirchnerismo despertaron su entusiasmo, como la Ley de Matrimonio Igualitario. ¿Hay algo del macrismo que le guste?
–Entusiasmo, nunca. Hoy no es “todo mal”, tampoco. No me interesa la dirección ideológica en general. Depende de la instrumentación, como todo, pero creo que algo hay que hacer con la gente que entra de otros países. No pueden entrar con antecedentes de mierda, matando a 16 mil personas en su lugar. Este país está abierto a los hombres de buena voluntad, no a cualquier chorro o traficante. En el kirchnerismo podían habilitar un tren, hacer un kilombo de puta madre, tres cadenas nacionales, y el viaje a Mar del Plata tarda ocho horas, porque las vías están mal. ¡Andá a la puta que te parió! Cuando oigo ciertas formulaciones digo “está bien, hay que corregir eso”. Pusieron una sucursal del Banco de la Nación en la Villa 31, tiraron abajo una especie de discoteca, un prostíbulo encubierto, donde vendían drogas. No está mal. Pero cuando escucho a Larreta diciendo que va a convertir a la villa en un barrio y hacer una red eléctrica, digo, ¿con qué, si yo vivo en Paraguay y Callao y no tengo luz? ¿Y con esta gente, que tiene las lámparas puestas de cualquier manera, qué va a hacer? El enunciado está bien. No soy inflexible ni juez de nadie. Simplemente, si me decís que aquello es una mesa, y apoyo el codo y se va todo al carajo, no es una mesa.
–¿Votó en las últimas elecciones?
–En blanco. Me hacía la misma gracia agarrarme los dedos contra la puerta con Scioli, Massa o Macri. Los tres eran como un dolor de culo.
–¿Por qué motivo lloró el día del estreno de Otra vez sopa?
–Por la canción final, “Mi país”. La estrené en El infierno de Pinti, en el 96. Muchos estaban tan entusiasmados con el uno a uno que les importaba un carajo ninguna otra cosa. La obra era la visita de Dante a la Argentina, yo era Virgilio y le mostraba los círculos del infierno: la televisión, la Justicia, la burocracia, el hospital, los jubilados. El primer año vino gente; el segundo, menos. Me decían: “¿Qué le pasa, Enrique?, está enojado, puteando mucho”. Se dan cuenta de que puteo cuando no están de acuerdo conmigo, porque vengo puteando desde que nací. “Estoy fenómeno, vivo muy bien gracias a ustedes. Pero miren lo que es el país”, respondía. Cantaba “Mi país” para decirle la gente que adoro al país, que no puedo irme. Pero no se daba cuenta. Nunca tuve demasiadas posibilidades de irme. No es que me llovían contratos en el exterior y los rechazaba por patriota, pero tuve dos o tres posibilidades durante la última parte de la dictadura. En el 79, cuando parecía que los milicos se iban a quedar a vivir, me dieron ganas de irme. Pero de sólo pensarlo, ni en pedo. Así que esa canción me mueve muchos sentimientos.